13/12/2022
No todo morirá, poeta
Carlos Díaz
La muerte es un amor que habla con el silencio. Es el silencio del pensamiento. El amor, por su parte, es una melodía, hija del mar y la muerte.

José Hierro no creía en el más allá, según decía; pensaba, y así lo escribía, que la eternidad es un sueño que no merece una lágrima ni unos ojos enrojecidos, aunque fuera él un escritor “rojo,” de hueso colorado, según el cromatismo de la historia de España. Luchó mucho, fue indignificado y luego resignificado, pero ni siquiera en los malos tiempos lloró por la muerte porque antes había llorado hasta la última gota por las venas de la vida, que fue mucha: “Yo ya no lloro, ni siquiera cuando recuerdo lo que aún me queda por llorar”, decía. Eso era muy lírico, y no faltará ningún desesperado que lo comparta, pero no es de José Hierro, que lo rugía llorando con ferocidad. Pues hay dos formas de llanto ante la sábana de la muerte: por la frustración de no haber sabido disfrutarla hasta las heces, o por haber apurado la copa bien colmada de la vida, En este segundo el duelo está muy bien elaborado, terapia perfecta.

Del ser a la nada no fue el camino de José Hierro, no fue sin esperanzas ni sin miedos: cuando su muerte vuelve al polvo, vuelve el polvo, sí, pero al polvo enamorado. Amor y muerte son la veta aurea de nuestros grandes clásicos, desde Jorge Manrique. En la muerte de la vida del poeta existían trazos dispersos, jirones de lo que fue, anhelos truncados, polvo, ceniza, “sombra, silencio, vacío”, como antes lo dijo Gustavo Adolfo, vil materia, podredumbre y cieno, ríos profundos como penas.

Pero eso era el morir, mas no la muerte; morir se acaba y la vida sigue encendida: la muerte es un amor que habla con el silencio: “qué más da que la nada fuera nada si más nada será después de todo, después de tanto todo para nada”.

Non omnis moriar, no todo morirá, dijo Virgilio de su Eneida, a la que calificó de aere perennius, más perenne que el bronce. Pero en Virgilio no hablaba  el ego, sino el tú poético que es amado y que para siempre le salvaba de la muerte.

Guardo un silencio muy respetuoso ante los precadáveres que mueren enhiestos y erguidos como el ciprés de Silos, pero afortunadamente no les creo, pues un escritor no escribe para morirse; en última instancia, pese a su desparramada difiducia respecto de la vida; el poeta escribe  para vivir su muerte eternizándola con sus mejores versos, homenajeándola en ellos.

Yo no puedo procesar la inverosimilitud que sería la nada absoluta, no es posible sobrenadar la laguna Estigia de la nada m ientras la canto. Siempre he creído, y ya digo, con el máximo respeto, que el poeta que hace una elegía o una endecha a la muerte está pidiendo permiso para que la muerte se apiade de él, no para que le envíe definitivamente al corralón de muertos, al pudridero.

El verso del poeta es el reverso de la oración fúnebre, solemne, marmórea de despedida, cuyo anverso es la vida. El sepulturero entierra el cuerpo, pero la calavera queda ahí, incluso después de disueltas sus sales minerales, a pie de cenotafio, que no es sino un cajón vacío. De este modo podría yo acaso entendería mejor el ansia por restaurar, por recuperar sin odio el cadáver de quienes fueron vilmente fusilados en las cunetas. El canto del poeta a la nada es el paño inconsútil de una vida que vuela a no se sabe dónde, pero desaparece viviendo. Esos desenterrados son parte de nuestras mejores vidas. La muerte no es la piedad de la vida, sino acaso el silencio del pensamiento, su respetuoso enmudecer.

Al poeta le faltan siempre palabras, y por eso es un muerto a medias, pues el lenguaje es a la vez exuberante, ya que dice más de lo que dice, y al propio tiempo deficiente, porque no puede con el peso enterizo de la palabra desaparecida, silenciada, enmudada. Siempre la paradoja de la muerte entrambadora: el poeta, el poietés, el que más puede según su etimológica poiesis, es el más impotente.  

“La tempestad me arrebató al Bufón, al pícaro azotado, deslenguado, insolente, que era mi compañero, era yo mismo, reflejo mío en los espejos
cóncavos y convexos”. Pero este ser raptado, como en el caso de Helena, no tiene son de despedida, sino la vitalidad del estiércol que resucita: “Ven antes de que me hunda en el torbellino del sueño. Ven a decirme te amo y desvanécete enseguida” (Cuaderno de Nueva York). Y apareció el amor donde la muerte muere, luz de tarde: “Me da pena pensar que algún día querré ver de nuevo este espacio, tornar a este instante. Me da pena soñarme rompiendo mis alas contra muros que se alzan e impiden que pueda volver a encontrarme. No me pregunta nada la Noche, no me pregunta nada. Ella lo sabe todo antes que yo lo diga, antes que yo lo sepa”.

La Noche trae entre los pliegues de su toga un polvillo de música, como el del ala de la mariposa.Esta música lleva mucha muerte dentro, en el polvo de las alacenas desvencijadas, pero mayor vida. El amor lleva dentro mucha música, mucho mar, mucha muerte. La muerte es un amor que habla con el silencio. El amor es una melodía hija del mar y de la muerte: asciende, gira, enlaza el cuerpo, lo encadena hasta asfixiarlo despiadadamente. Este mar lleva dentro mucha música, mucho amor, mucha muerte, mucha vida. Bendito sea Dios, porque inventó el silencio, el silencio que acoge al ataúd de caoba.

Querido poeta, no puedo con tu muerte, no la acepto, no acepto ninguna muerte: si la muerte es, será eternizadora. Cuanto se amó pervivirá. Los poetas son ángeles que pasan  junto a uno y le inhabitan sin angelismo. A veces nos dicen hasta luego, pero están latentes y latiendo en las grandes despedidas.

Va por vosotros. Ya lo veréis.

Carlos Díaz
Filósofo
Representante del Personalismo comunitario. Profesor catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Fundador del Instituto Emmanuel Mounier en Madrid y desde éste, en Paraguay, Argentina y México.