10/6/2021
Ironía frente a incertidumbre: el camino a la existencia personal
Raquel Carpintero Acero
La falta de certezas es algo que, a pesar de su carácter inevitable en la vida de todo ser humano, muy pocas veces se percibe como positivo.

La falta de certezas es algo que, a pesar de su carácter inevitable en la vida de todo ser humano, muy pocas veces se percibe como positivo. Constituye una situación incómoda -incluso temible- que, si bien a veces resulta directamente provocada por una puesta en duda consciente, suele tener como objetivo, en ese caso, el llegar a una clarificación y distinción de lo que supuestamente se sabía pero que, en cambio, no logra sobrevivir a un examen más detenido.

¿Cuáles son las verdades, las certidumbres que sostienen nuestra vida, nuestra presencia y nuestro actuar en el mundo? La tarea socrática, que se identifica con la más propia de la filosofía, no se lanza, sin embargo, a una indagación exhaustiva de dichas verdades con el afán de hacerse con la comprensión y el control absolutos de lo que pueda llegar a ocurrirnos.

No se trata, primeramente, de una necesidad de claridad objetiva respecto de la realidad, sino que, ante todo, constituye un movimiento por el que el sujeto se hace responsable de aquello que cree y que, por tanto, constituye la base de su actuar en el mundo.

En efecto, vivimos a expensas de lo que creemos, y cada decisión que tomamos nos acerca o nos aleja de la plenitud o del malogro de la propia existencia.[1] Pero ¿de dónde parte esta conciencia naciente del deber de auto examen al que todo ser humano se ve llamado? Pudiera parecer que la necesidad de examen de las propias creencias no es sino la conclusión más razonable, derivada del deseo de clarificar lo que se encuentra todavía demasiado desdibujado, desde la convicción de que tal tarea es necesaria en tanto que esas mismas convicciones, aún difusas, marcan indefectiblemente el ritmo de nuestro ascenso o nuestra caída más definitivos.

Sin embargo, la labor socrática de autoexamen no nace de la incertidumbre o de la duda de quien no sabe bien en qué consisten las verdades más fundamentales de la vida humana: el estatuto del mundo, del propio ser humano y el del mismo Dios. Ella bebe de una fuente menos apegada al finito empeño de tratar de clarificar tales conocimientos demostrativamente, haciendo caer dicho esfuerzo en el ámbito de lo que clásicamente se entiende por ciencia. La tarea socrática parte no de la duda -que tiene en sí el germen de una certeza todavía no alcanzada-, sino de la ironía como actitud frente a la totalidad del mundo, tal y como esta se presenta en un momento determinado de la historia.[2]

Tales explicaciones, que conforman un determinado modo de ver el mundo – y que, en una formulación más contemporánea, se podrían entender desde la noción de Totalidad [3] -quedan anegadas por el peso de la ironía que, aunque destructora de toda explicación ya dada, es en sí misma ligera y libre. La ironía suspende la realidad que se nos muestra de un modo patente porque no la entiende sino desde la finitud que la caracteriza. Su aspiración no es la de construir una nueva visión del mundo -saliendo al paso de las dificultades que pudieran sobrevenir a la anterior- sino que nace de la convicción de que no es posible ciencia alguna acerca de lo divino, [4] acerca del destino que depara al ser humano; en definitiva, acerca del alcance y sentido de la muerte.

La auténtica realidad de lo que trasciende la existencia finita sólo se presiente en ella de un modo negativo y absoluto, situándose en el camino hacia lo ideal, que no puede ser reconocido en su lejanía desde la neutralidad de la ciencia, sino que exige el despertar de la subjetividad. Ello implicaría el cese de toda pretensión de relación finita con la trascendencia, sin traducirse, no obstante, en una renuncia ascética al mundo.

La ironía no separa al ser humano de su contexto, sino que lo arraiga de un modo más radical en él: no desde el afán finito de controlar su propio destino, valiéndose para ello de toda clase de explicaciones conducentes a evitar el propio sufrimiento, sino que lo pone ante la perspectiva de una exigencia absoluta: la de dar cuenta de la realidad, no desde la neutralidad de lo que nos viene dado y nos mantiene en una tranquilidad bajo la que se disimula el miedo a la incertidumbre, sino desde el reconocimiento del misterio que constituye la propia existencia.

Tal reconocimiento exige un acto de libertad; de ahí que sea el nacimiento de la subjetividad como tal. Y, por ello, “lo que la ciencia es para la duda, la ironía lo es para la vida personal”[5]. Implica fortaleza,[6] un abandono de la seguridad respecto del propio destino; ya sea por el esfuerzo propio e indebido de asegurarlo por la vía de la ciencia, ya sea por haber relegado tales seguridades en las opiniones de otros.

Por ello, la ironía conduce a la responsabilidad respecto de la verdad última en que reposa la propia existencia: requiere un rechazo consciente a la vida que se desarrolla en los márgenes de la finitud (en que se trata, en última instancia, de evitar el sufrimiento y la muerte), para poner todo el empeño posible en reconocer, en cada acción que se realiza, que existe una exigencia absoluta de verdad y de bien que nos llama a salir del egoísmo que esconde el miedo a la incertidumbre, en que nuestra condición personal apenas se reconoce.

La ironía no constituye, entonces, un intento de claridad objetiva respecto de la realidad en sí misma, sino que, por el contrario, encarna la convicción de que "la crítica radical de sí mismo sería la obra fundamental de la verdad (...)".[7]

En resumen, la ironía encierra en sí una negatividad no conducente a resolución alguna; no se trata de un medio, de una técnica semejante a la de los sofistas -amigos de la finitud y sujetos del ataque certero de la ironía de Sócrates- sino que es un fin en sí mismo. Se trata de la negación de esa misma finitud en los límites del despertar de la libertad del ser humano que se encuentra frente al Absoluto (y que, por tanto, se hace consciente de la infinitud que a ambos los separa). Para Sócrates la idea no es sino el límite, la frontera infranqueable que, sin embargo, sí se hace perceptible en el mundo, siempre y cuando tal reconocimiento se lleve acabo desde el mayor respeto de su lejanía.

En este punto, es necesario volver a la cuestión del arraigo del ironista en el contexto que le haya tocado vivir. Y es que parecería que, por encontrarse en un movimiento negativo con respecto a la realidad llana y concreta, el resultado no sería sino la volatilización del sujeto en su afán por liberarse de ella.

En su tesis sobre la ironía, Sören Kierkegaard recorre las distintas concepciones que se han dado acerca de ella, desde su presencia real e histórica en Sócrates hasta sus distintos desarrollos a partir de Fichte, llegando hasta Solger. Este último, en sus lecciones de estética, afirma que la ironía es condición imprescindible para cualquier obra artística. Sin embargo, para que la ironía como tal llegue a producirse, el poeta -quien escribe- debe tener un cierto dominio sobre ella, debe relacionarse irónicamente con su escrito, de modo que la ironía sea un elemento omnipresente en su obra, no quedando reducida a un determinado punto de esta.

No obstante, el hecho de que el poeta tenga, efectivamente, el arte de controlar la ironía en sus escritos, no significa que posea también el dominio de ésta en su propia existencia: el artista puede relacionarse con su obra de un modo completamente externo, y la misma ironía, en este caso, puede contribuir a que la obra quede todavía más desligada de su autor, libre como él mismo (en una acepción imprecisa de la libertad, separada de la responsabilidad y entregada sólo al abanico de lo posible).  

En efecto, en este caso la ironía es controlada en la producción artística, pero de un modo superficial, meramente estético, en que se da un balance entre la objetividad que en ella se desarrolla y la infinitud a la que apunta, pero sin que tal dominio en el plano de la escritura se corresponda con el mismo dominio de la propia realidad del poeta. Así, el sujeto se mantiene a salvo en el ámbito de la pura posibilidad, alejado de lo real: se relaciona irónicamente con su obra, pero no con la realidad a la que él mismo pertenece.

No se es poeta en el sentido más propio de la palabra, no se vive de modo poético, sino en un segundo uso de la ironía, en que el adueñamiento de ella se da de un modo mucho más profundo; en él, la ironía como tal adquiere toda su verdad y su carácter de condición indispensable para la vida propiamente subjetiva.

Se trata de la ironía dominada en un sentido fuerte; y es que el poeta no vive como tal, no existe de manera poética por el simple hecho de crear su obra, sino que se requiere de él que toda su vida esté enraizada en la ironía, no como algo que conduce al vaciamiento de la existencia en aras de una nostalgia de aquello que nunca puede identificarse completamente con ella (tal era el uso romántico de la ironía [8]),sino por medio de una libertad nueva, personal, que no se encuentra desnuda ante la posibilidad pura, sino que se ejerce en la misma realidad a la que pertenece.

Sólo en este sentido la ironía se encuentra ligada a la existencia personal: el sujeto no huye de la realidad a través de ella, sino que, en este caso, la ironía realiza el movimiento contrario al que ejercería sin el dominio que de ella se requiere: así pues, la ironía así entendida “limita, finitiza, circunscribe y por tanto proporciona verdad, realidad, contenido; disciplina y amonesta y así proporciona solidez y consistencia”.[9]

¿Cómo es posible que la ironía, en tanto que movimiento negativo, lleve a cabo esa obra de acogimiento de lo que al ser humano le viene dado, de su situación y contexto propios? En la medida en que el ironista afronta su existencia desde la ironía, no sólo pone en duda, de algún modo, el orden establecido, sino que, sobre todo, en la base de tal puesta entre paréntesis de lo que “se dice” en un momento determinado de la historia se encuentra la resolución de no poner uno su vida, su empeño diario por seguir adelante, en la mera finitud lastrada por el miedo, en el egoísmo que trata de controlar la realidad, anteponiendo ese mismo miedo a la exigencia de apertura a la verdad -que, así entendida, se da la mano indisolublemente con el bien-. Se trata, por tanto, de un impulso negativo que conduce a la pérdida de todo aquello que, hasta el momento, se daba por supuesto (aunque, en esa suposición, fuera máximamente considerado, asépticamente, desde una agotadora multitud de perspectivas).

Sin embargo, la verdad de todo aquello que tiene que ver con la propia existencia (y que, por tanto, se inscribe en el terreno de lo específicamente humano; del destino que la vida nos depara, de nuestra condición personal y nuestra relación con lo divino) no reside en su corrección lógica o en la validez que pueda llegar a manifestarse, discursivamente, de un modo objetivo. Por el contrario, la ironía pone de manifiesto que no es posible un saber neutro y demostrativo acerca del ser humano y lo divino, sino que aquí, por tratarse del ámbito de lo propiamente humano, la libertad se abre paso, inevitablemente, en la misma medida en que dicha existencia personal empieza a vivirse como tal. Y así, las verdades que atañen a la propia existencia del individuo no responden a otro criterio que a su capacidad de reduplicarse, de hacerse presentes en la vida concreta de aquél que las considera.

No puede haber, por tanto, una recepción directa de la verdad que se refiere al ser humano en su forma más radical y fundante. Es el mismo ser humano quien debe llegar a ella, no por medio del análisis o del estudio pormenorizado -o, por lo menos, no sólo a través de esa vía- sino que es necesario un movimiento previo que sitúe al ser humano en la única dirección que puede conducirlo hacia sí mismo: la experiencia de su propia libertad, siempre en equilibrio entre lo que recibe como propio y la alteridad que lo llama del otro lado, invitándolo a dar una respuesta.

Sería necesario un espacio mucho más amplio para poder llegar a vislumbrar con mayor claridad en qué consiste esa puesta en marcha de la libertad. Sin embargo, el primer paso para ese despertar de la subjetividad lo constituye la ironía como un momento indispensable y previo, aunque no por ello ausente en todo recorrido posterior. La ironía como fuerza negativa no es, como tal, la verdad, sino que es el camino; no para llegar al mismo resultado que se nos sustrajo, sino que es la vía por medio de la cual ese aparente logro nos abandona por completo [10].

Así, el ser humano queda de algún modo desamparado, con su propia realidad al descubierto: tiene que adquirir la responsabilidad necesaria frente a sí mismo, puesto que ya no le es posible escudarse en la ilusión de las falsas seguridades que, hasta el momento, dominaban su existencia, manteniéndola a resguardo del temor a no poder reducir a certidumbre lo que es radicalmente desconocido. Y, sólo a partir de ahí, se le hace posible construir de un modo nuevo.

Se le abre al ser humano un abismo infinito: delante de él, pero también en su propio interior. La infinitud, acicate de la ironía, no se mantiene, a pesar de todo, en una heterogeneidad absoluta con respecto al ser humano que, de algún modo, llega a tener noticia de ella. Se mantiene en una relación marcada por la exigencia de una apropiación personal de aquello que se dice, en un difícil equilibrio que nunca podría llegar a resolverse en la equivalencia directa entre lo externo y lo interno, sino que, más bien, se despliega infinitamente en un continuo “estar llegando” a ello, a cada instante, y en donde la única certeza que existe es la posibilidad, siempre abierta, de estar equivocando el camino.

Así pues, la ironía hace al sujeto consciente de su propia realidad, lo llama al abandono de una vida en la certidumbre de lo probable, con todas sus garantías, y lo impulsa a una libertad enraizada en su existencia personal, que sólo puede llegar a verse así misma en el espejo del mundo y de su prójimo.

 


[1] García-Baró, M. 2006. Del dolor, la verdad y el bien. Salamanca: Sígueme, pág. 14.

[2] Kierkegaard, S. 1989. The concept of irony. With continual reference to Socrates. Princeton: Princeton University Press, pág.254.

[3] Levinas, E. 1971. Totalité et infini. Essai sur l’exteriorité. Paris: Le Libre de Poche.

[4] Kierkegaard, The concept of irony, pág. 176.

[5] “(…) what doubt is to science, irony is to personal life”. Kierkegaard, The concept of irony, pág. 326.

[6] “La virtud de la fortaleza”, en García-Baró, Del dolor, la verdad y el bien, págs.29-41.

[7] Kierkegaard, The concept of irony, pág. 127.

[8] Kierkegaard, The concept of irony, págs. 304-305

[9] Kierkegaard, The concept of irony, pág. 326.

[10] Kierkegaard, The concept of irony, págs. 327-328.

Raquel Carpintero Acero
Filósofa
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Raquel Carpintero Acero es licenciada en Filosofía por la Universidad San Dámaso de Madrid y becaria de investigación de la Fundación Oriol-Urquijo. Realizó una estancia de investigación en el Instituto Católico de París.
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