26/9/2022
Filosofía en defensa de la persona
José Fernando Juan Santos
La filosofía no viene en defensa de “mí mismo”, más bien, sale en defensa del otro, especialmente del desprotegido y herido que tengo en frente.

Es probable que se haya oscurecido mucho el sentido, misión y vocación de la filosofía. Por un lado, al no ejercitarla suficientemente en público. Por otro, al trasplantarla de manera cómoda al invernadero de las educaciones formales, curriculares y académicas. Y, también, por reducir su potencial “crítico” a la alerta alocada de “lo desfavorable”, sin método alguno propio capaz de acercarse a respuestas esenciales. 

Tal es el desorden y su fragilidad que ahora creemos (al menos en España) que hay que defender este saber, siendo él quien realmente protege con sus preguntas a la misma humanidad de cada ser humano. Sin este amor y tensión hacia la verdad, lo bueno y lo bello, la humanidad pierde uno de sus escudos más necesarios. 

Decimos que la filosofía hace preguntas. Lo decimos bien, porque es así cuando las preguntas son buenas o son preguntas que se lanzan sobre las preguntas mismas, tan traídas en ocasiones con un profundo sesgo e intención dominante. Las preguntas filosóficas alcanzan altura sobre todo cuando dan inicio a “Migajas” de Kierkegaard. O el caso de la última pregunta seria de “Las edades del mundo” de Schelling en su revisión de 1815, que es como si reabriera todo de nuevo. O al modo como terminan los diálogos platónicos, extendiendo la forma sócratica sobre infinidad de asuntos. Basta recordar la elegante y concentrada finura de las tres preguntas kantianas que se concentran en una sola, según su propio autor. ¿Son preguntas de las que cabe prescindir en algún momento o que daremos por resueltas? 

Quedan muchas preguntas donde aparece la filosofía. Es la pregunta por la relación entre fines y medios, si es que existe algún fin que sea dado y pueda ser aceptado con la nitidez con la que en otros tiempos se habló de felicidad y bien, de justicia y verdad, de belleza y compasión o sobrecogimiento. Es la pregunta horrorizada que nos asalta en la segunda mitad del siglo XX al constatar de qué hemos sido responsables y qué hemos hecho con tanto supuesto progreso. Y es la pregunta, al mismo tiempo, que se levanta contra la supuesta fatalidad de un ser que se describe como mero estar en el mundo y a vueltas con problemas de todo tipo. Es la pregunta filosófica por el otro, por la densidad de esa presencia ante mí que no es un objeto, que exige amor, que despierta miedos dormidos, que no alcanzo a pensar del todo y que puedo reducir a mero prejuicio o cálculo de intereses. 

Igualmente es la pregunta por la necesidad, no meramente biológica, no exactamente física, y separación en la persona de lo que llamamos -con una orientación que nos sirva de baliza para situarnos- deseo, aspiración, proyecto, tarea, sufrimiento, dolor, sentido. Son tantas preguntas las que se van asentando en nuestra historia y tiempo, imposible de mundanizar u olvidarse, pero tan encarnadas, presentes y vivas que da la sensación de que filosofía en realidad es una gracia, un auxilio. ¡Aunque comporte exigencia y sufrimiento! 

¿Será verdad, será posible que quepa vivir fuera de esta caverna en la que nos hemos metido? ¿Cómo somos capaces de llamar caverna a esto si no hubiéramos misteriosamente salido en algún instante? ¿No será que venimos de otro lado del mundo muy escorado, no será que la fuente o el origen se han ocultado? ¿No será, mejor dicho, que ocultarse es esto de vivir de espaldas a estas preguntas que, una vez aceptadas, aunque no se alcance plena claridad, al menos se dan aproximaciones?

Estas preguntas, todas ellas tanto por separado como en conjunto, que se alzan por encima de todo lo demás, de todo lo que parece inmediatamente evidente, de todo lo que se da por sentado y natural, y buscan abrir puertas en cada hombre de carne y hueso. Más todavía si cabe, ponen en un dinamismo muy cercano al de la vida que cada persona nota en sí y reúne con otros para dialogar, encontrar razones, hacerse nuevas preguntas, aproximarse a respuestas posibles dejándose atraer por ellas, anticipando en lo posible lo que debería ser, intuyendo algo en nosotros mismos que nos aclare, limpie, incluso cure. 

La falta de buenas preguntas conlleva -casi directamente- malas respuestas. Porque efectivamente, nuestro tiempo parece relegar a la insignificancia lo más y mejor de la persona, creyendo que si calma su sed apaciguará su mal. ¿Hace falta retomar sin miedo las preguntas esenciales, las preguntas por las alteraciones esenciales que se están dando y quién es dueño y señor de fines y medios? ¿Hace falta sentarse con calma, mirándose a dialogar? ¿Escribir sobre esto queda en nada si no se da el encuentro? 

En palabras de Levinas, en “De otro modo que ser”, acompañadas de otra pregunta: “La proximidad o la fraternidad no es ni la tranquilidad perturbable de un sujeto que se quiere absoluto y solo, ni el mal menor de una confusión imposible. ¿No será acaso, con toda su inquietud, su devanarse y su diacronía, mejor que cualquier reposo, que toda plenitud del instante detenido? Pero la humanidad menos ebria y más lúcida de nuestro tiempo, en los momentos más liberados de esa preocupación con la que la existencia se preocupa de sí misma, no tiene (…) otra inquietud ni otro insomnio que los que le llegan procedentes de la miseria de los demás y en los cuales el insomnio no es sino la absoluta imposibilidad de escabullirse y distraerse.”

Dicho de otra manera, para resumir el título. La filosofía no viene en defensa de “mí mismo”, más bien sale en defensa del otro, especialmente del débil, desprotegido y herido que tengo en frente. Esa es la humanidad que verdaderamente defiende con amor y humildad la filosofía. ¿O qué pensamos, que todo esto va de yo, yo y más yo?
José Fernando Juan Santos
Filósofo y teólogo.
Licenciado en Estudios Eclesiásticos por la Universidad Pontificia Comillas y profesor en Secundaria y Bachillerato en varios centros de la Comunidad de Madrid en materias de Religión, Filosofía y Ética.
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