1/4/2022
Entrevista: Los derechos humanos, a examen
Alfredo Cruz Prados
Hay que buscar la singularidad humana por la vía no de la abstracción, sino de la participación eminente, sobresaliente en lo común.

Entrevista realizada por: Juan Pablo Martínez Martínez

Hablamos con Alfredo Cruz Prados, profesor de Filosofía Política y de Historia del Pensamiento Político en la Universidad de Navarra y autor de obras tan relevates como: La sociedad como artificio: El pensamiento político de Hobbes (1986), Historia de la filosofía contemporánea (1987), Ethos y polis. Bases para una reconstrucción de la filosofía política (1999) y La razón de la fuerza: Concepto y justicia de la guerra (2004), sobre la índole política de los derechos humanos y su relevancia antropológica.

1. ¿Cuál es la lógica que siguen los ordenamientos jurídicos que favorecen la implementación de los Derechos humanos?

A mi modo de ver, la lógica que vertebra los derechos humanos es la idea de que el ser humano es sujeto de derechos en cuanto puro individuo de la especie humana, esto es, en cuanto puro caso singular. Eso significa, desde esta perspectiva, que el hombre tiene una serie de derechos al margen de la sociedad en general y al margen de la sociedad concreta a la que cada ser humano pertenece. Y cuenta con esos derechos con independencia de los vínculos que después pueda establecer, de quiénes le rodeen y de cuál sea la circunstancia social y humana en la que esté inserto,...

Todo lo que rodea al ser humano, todo lo que sitúa social, cultural e históricamente constituiría un aspecto irrelevante en virtud de esa serie de derechos que le pertenecen antes incluso de su inserción en la sociedad. La lógica que de aquí se desprende es que cualquier individuo puede reclamar esos derechos de la sociedad y ante la sociedad sin tener en cuenta cuál es el contexto social que le rodea, cuáles son sus posibilidades, sus exigencias, su nivel cultural y de bienestar material. Y, además, puede reivindicarlos con independencia de los efectos sociales que pueda tener esa reclamación. Obviamente, la reivindicación de esos derechos puede tener unos efectos u otros, más positivos o más negativos, en función de cuál sea la sociedad en concreto en la que se sitúa un ser humano . Ello no ha de eliminar, en todo caso, su independencia o consideración autónoma, según la visión propia de dichos derechos. 

Quien ha expresado mejor esta idea ha sido un teórico del derecho, Ronald Dworkin. Él señala que los derechos fundamentales (esenciales) sólo están siendo considerados en serio cuando los ponemos en juego como trumps, a saber: como el naipe de triunfo en un juego de naipes. Cuando alguien tiene ese naipe, cuenta con una ventaja inapelable sobre todas aquellas jugadas que puedan hacer  los demás. De este modo, se corta el juego. La partida se acaba.

En este sentido, los derechos humanos se esgrimen como trumps, es decir, no pueden estar condicionados a lo que los demás tengan o dejen de tener. No pueden estar sujetos a consideraciones sociales, políticas o relativas al bien común. De hecho, si uno cuenta con un derecho, todo lo demás ha de amoldarse a ese derecho en orden a que éste no quede en ningún caso conculcado. De este modo, se corta el diálogo político. La conversación ha terminado, sencillamente porque este es mi derecho antes o al margen de toda capacidad de decisión. Esto es lo que significa en última instancia tener un derecho humano y poder reclamarlo ante la sociedad. 

Por lo tanto, hablar de derechos humanos es hablar de la posibilidad que tiene un sujeto de autoafirmarse como un individuo de manera incondicional. Esto es, sin estar condicionado por necesidades sociales o por consideraciones colectivas. Se trata así de la capacidad de autoafirmación como puro individuo, pero en ningún caso como ciudadano. Esa es la gran diferencia entre el derecho clásicamente entendido y el derecho tal y como se comprende en la modernidad y, en concreto, en la doctrina de los derechos humanos. 

El derecho clásico constituye a este respecto una forma de autoafirmación del individuo en cuanto ciudadano o miembro de la sociedad. Frente a esto, los derechos humanos suponen la capacidad que hemos atribuido a cada ser humano de autoafirmarse como puro individuo dentro de la sociedad en la que esté, sea esta la que sea. Y por eso y al mismo tiempo, se trata de derechos patrimoniales de un individuo que son libres y no están grabados por una hipoteca social, expresión que tomo de Juan Pablo II. Desde esta óptica, tener derecho no implica ejercer ninguna responsabilidad. Por eso, los derechos humanos se pueden reclamar no sólo con independencia de la sociedad, sino con independencia de lo que yo esté haciendo por la sociedad.

Es decir, aunque yo sea o bien un ciudadano honrado, colaborador, responsable o bien un criminal, esos derechos no quedan en ningún caso modificados por la relación que yo tenga con mi sociedad. Se trata de derechos abstractos. Por lo tanto, están completamente descargados de responsabilidad. Creo que esto es lo que permanece latente en toda la lógica relativa a los derechos humanos y también en toda la jurisprudencia relativa a los mismos.  

2. Dentro de los derechos humanos, se ha concedido una especial importancia al derecho a la igualdad. ¿En qué medida la consecución de ese derecho es importante a la hora de implementar un orden social justo, acorde a la dignidad humana?  

A mi modo de ver, es distinto hablar de igualdad que hablar de justicia. Siempre se ha dicho que la justicia es tratar igual a los iguales y tratar desigual a los desiguales. La cuestión fundamental consiste en determinar en qué aspectos somos iguales y en qué aspectos somos desiguales. O, dicho de otro modo, ¿qué desigualdades son legítimas y cuáles son ilegítimas? 

Hay que tener en cuenta que tan real es la igualdad fundamental que compartimos todos los seres humanos en base a nuestra naturaleza como lo son también las desigualdades que hay entre nosotros, que no son menos reales. Desigualdades en fuerza, en salud, en inteligencia, en riqueza, en aspectos físicos, en edad,... Hay multitud de desigualdades que podemos fácilmente constatar. Ahora bien, ¿cuáles de esas desigualdades podemos considerar irrelevantes, esto es, no tenerlas en cuenta a la hora de organizar lo común? Y, por su parte, ¿qué desigualdades debemos tener necesariamente en cuenta?

Para alumbrar esta cuestión, resulta útil remitirse a modelos de organización social más parciales. Por ejemplo, todos los que estamos en la escuela o en la universidad (alumnos, profesores,...) contamos con una igualdad fundamental. Todos somos seres humanos. Pero entre nosotros también se dan desigualdades. La primera de estas desigualdades viene determinada por el hecho de que el alumno sabe menos que el profesor. Esa desigualdad de conocimiento no puede ser irrelevante en el orden la universidad o la escuela. Precisamente porque es el profesor el que tiene que enseñar y el alumno es el que tiene que aprender. A su vez, es el alumno el que tiene que ser examinado y el examen solo lo puede corregir y valorar el profesor, no otro alumno. Las notas o calificaciones no se pueden poner democráticamente mediante votación de toda la clase. Si no se da relevancia a esa desigualdad en la universidad y la escuela no hay orden posible. Lo mismo ocurre en la familia, en la empresa, o en cualquier otra parcela de la vida social. 

Lo que pasa en los ámbitos parciales, acontece también en el ámbito general, a saber:  en la sociedad en su conjunto. Lo relevante aquí es poner de manifiesto las desigualdades que no es necesario tener en cuenta y las desigualdades que necesariamente hay que tener en cuenta. Al final, la igualdad que podemos reivindicar y realizar en el ámbito social y político depende de las condiciones  de las que se disponga en ese momento. 

En el fondo esa igualdad no constituye sin más el reflejo político de la igualdad esencial o natural. Es más un constructo político, una fórmula de combinación entre la igualdad esencial y las desigualdades que hay que tener en cuenta. Encontrar esa fórmula es una labor política. Depende de cada sociedad y de sus posibilidades.  

2. ¿La injusticia vivida en Europa no justifica de algún modo la razonabilidad de la construcción de tales derechos?, ¿no hace de esos derechos una aportación positiva?

Me parece bastante claro que el gran influjo que han ejercido los derechos humanos tiene su origen en la experiencia traumática de la Segunda Guerra Mundial, los horrores del nazismo y el auge de los totalitarismos. En este sentido, se puede decir que toda la idea y doctrina de los derechos humanos estaba llena de buena intención, al menos en un inicio. Se quería suscitar una respuesta no sólo bélica, sino también jurídica y moral a las atrocidades de los totalitarismos. Y se quería, a su vez, poner una medida que sirviera de freno a posibles reincidencias o posibles nuevos casos asociados a ellos. ¿En qué consiste evitar el totalitarismo entonces? En respetar esos derechos para todo ser humano. De este modo, este elenco de derechos nos puede servir también para juzgar cuándo estamos ante un caso de totalitarismo y cuándo no. 

¿Cuál es el problema en todo esto? A mi modo de ver, se quiso solucionar dicho problema, pero diagnosticándolo mal. Y ello debido a que quienes diagnosticaron el problema fueron fundamentalmente liberales. La cultura que condenó el totalitarismo fue una cultura eminentemente liberal. Para el liberalismo, el totalitarismo consistió en un exceso de socialización del ser humano, en hacer de él una parte al servicio del todo social.

La terapia que aplicó el liberalismo frente a los errores del totalitarismo fue la de blindar al individuo de modo tal que éste no pudiera llegar a ser completamente absorbido por la sociedad.  Este modo de pensar se basa en la constatación de que hay un reducto o parte del individuo que siempre queda fuera de la sociedad. Esa parte de sí mismo es la que viene protegida por los derechos humanos. Los derechos humanos son de este modo la protección de la individualidad del ser humano frente a la misma sociedad a la que pertenece, la garantía de su autonomía frente a todo orden social, extrínseco a su propio ser. 

Pero desde este planteamiento individualista lo que preocupa es proteger al individuo frente a la sociedad. Tras la implementación de esta visión, no es posible construir una auténtica sociedad, es decir, una auténtica solidaridad. Y por eso, el máximo de sociedad que se consigue a partir de esta consideración individualista del ser humano es el mercado. El mercado es la máxima socialización de un hombre protegido como individuo frente a la sociedad. 

Y precisamente éste es el error. Dicho de otro modo, el liberalismo y el totalitarismo constituyen dos respuestas frente al mismo fenómeno: el fenómeno del individualismo. El ser humano entendido como puro individuo puede ser sometido o a una instrumentalización centralizada (totalitarismo) o a una instrumentalización en red, no centralizada. Eso último constituye la esencia del mercado. En el mercado, todas las relaciones son de instrumentalización. Un individuo instrumentaliza a otro bajo la condición de que el otro también le instrumentalice. De esta manera, todas las relaciones en el mercado son relaciones de búsqueda recíproca del interés individual. Eso es lo máximo que se puede ofrecer a un hombre entendido como individuo. Así pues, totalitarismo y liberalismo son dos respuestas al ser humano concebido como individuo, que consisten sólo, y en último término, en dos fórmulas de instrumentalización. 

¿Qué es lo que falta en ellos? Que lo que nos salva tanto del totalitarismo como incluso del liberalismo es la idea de ciudadanía. La idea de participación, receptiva y activa en la sociedad. En realidad, el totalitarismo no constituyó un exceso de socialización del hombre. Fue una forma de instrumentalización centralizada de un ser humano entendido como puro individuo en aras de promover unos intereses totalitarios Esto es, uno intereses colectivos, de los cuales sólo una élite es consciente. Por su parte, el mercado expone también al individuo a una instrumentalización, pero esa instrumentalización se efectúa sobre la base de fomentar intereses también individuales.  Intereses que nadie conoce mejor que el individuo mismo. En eso consiste el mercado. 

Por eso, me parece que los derechos humanos son una respuesta a algo malo, pero mal entendido. Es más, se tratan de una respuesta en la que se está compartiendo con la “enfermedad” la causa de la enfermedad. Ésta no es otra sino el individualismo. 

3. ¿En qué aspectos se puede observar que los derechos humanos están despolitizando el espacio público?

Uno de los síntomas más claros de esa despolitización del espacio público que ha fomentado la implementación de los derechos humanos es el deterioro del diálogo político. 

Tradicionalmente, el espacio público se ha entendido como un espacio de diálogo, de deliberación política y común. El espacio del ágora en el mundo griego. El foro en el mundo romano. Los parlamentos en la gran tradición parlamentaria occidental. Todos ellos constituían ámbitos en los que se hacía presente la voz de los ciudadanos para hablar, deliberar y decidir sobre los asuntos que incumbían a todos. Lo privado quedaba reservado a la decisión de cada uno. Constituía su privacidad. Pero hay otros aspectos que implicaban a todos: la res publica. Sobre esos aspectos había que hablar, deliberar y decidir en público, esto es, como pueblo. Por lo tanto, en aquella forma de entender la política, el espacio público constituía aquel espacio en el que se hacía presente y visible que somos un conjunto humano buscando una meta colectiva, un bien común, un fin común. Y esa búsqueda solo podía operarse sobre la base de un diálogo político y ciudadano. 

Pero con los derechos humanos esta realidad queda suspendida. ¿Por qué? Porque los derechos fundamentales de cada individuo ya están decididos. No pueden ser sometidos a debate. Y constituyen un límite férreo a aquello sobre lo cual podemos debatir y decidir. Si uno tiene derecho humano a la libertad de expresión, ¿qué hay que debatir acerca de lo que se puede o no hacer público? No hay nada que debatir. En este sentido, los derechos son trumps. Suspenden la deliberación. Con ellos no hay posible discusión. 

Así pues, los derechos humanos están reduciendo el diálogo político a aspectos menores. Solo se puede debatir en base a ellos sobre cosas muy triviales, porque las cosas importantes ya están decididas, si todos tenemos derecho humano a tal o cual cosa. 

Y, por eso, cada vez más las cuestiones políticas acaban siendo dirimidas en los tribunales de justicia. Ello supone la judicialización de la política. Dicha judicialización es consecuencia directa de los derechos humanos, porque ante cada decisión política, cualquier individuo puede señalar que eso vulnera mi “derecho humano a…” y llevar ante los tribunales la decisión de dirimir acerca de dicha cuestión. Y el juez es entonces el que tiene que comparar la decisión política con el derecho humano de este sujeto. Y obviamente y en cualquier caso, acabará primando el derecho humano. 

De esta manera, la política está siendo reservada solo para cosas triviales o para problemas locales, pero las verdaderas cuestiones están siendo secuestradas judicialmente mediante la invocación de los derechos humanos.  

4. ¿Cómo el hombre puede llegar a realizarse humanamente en la acción política sin apelar a los derechos humanos? 

A mi modo de ver, la clave para que tengamos ocasión de un desarrollo humano y dispongamos de un ámbito en el que ese crecimiento acontezca efectivamente se encuentra en la noción de participación. En este sentido, los derechos humanos son completamente ajenos al desarrollo humano. Sencillamente porque si se trata de algo que tenemos por el mero hecho de existir como seres humanos, entonces éstos no tienen ninguna vinculación con nuestra capacidad de despliegue. En suma, ni son un motivo para desarrollarnos ni quedan en peligro por el hecho de que no nos desarrollemos o fracasemos en nuestro desarrollo. 

Vuelvo a hacer una analogía con el ámbito educativo. En un sistema educativo en el que se dijera que todo alumno por el mero hecho de ser alumno tiene derecho al sobresaliente, se desincentivaría el desarrollo intelectual del alumno, porque se trataría de un patrimonio que el alumno tendría al margen o con independencia de la clase de estudiante que es. Incluso ese patrimonio no se vería en peligro por el comportamiento del alumno. Por lo tanto, el alumno tendría que buscar toda razón para desarrollarse fuera de su derecho, por algún otro motivo ajeno a él. 

En suma, sólo es motivo e impulso para desarrollarnos aquello que podemos perder si no nos desarrollamos bien. Pero aquello que poseemos con independencia del ejercicio de nuestras capacidades y que no podemos perder hagamos lo que hagamos con nuestras capacidades no constituirá nunca una razón para desarrollarse. 

Pero ¿qué es lo que nos puede proporcionar una ocasión para desarrollarnos? Participar en la realización de proyectos que no sean meramente individuales, que sean más grandes que nosotros mismos. Algo que sea de mayor valía que lo que poseemos y somos como puros individuos. Eso es lo que nos puede dar ocasión para desarrollarnos. 

Por ello, me parece que en las sociedades, sobre todo en las modernas, la gran obra política consiste en ser capaz de articular ese todo social en formas más pequeñas en las que se pueda dar de verdad una participación significativa que sirva de estímulo y ocasión para el despliegue humano. Es decir, tengo motivos para trabajar bien cuando veo que algo depende de cómo trabaje yo, del hecho de que si yo trabajo mejor, aquello se engrandece y se mejora. Y en consecuencia me siento más miembro de mi entorno social. Pero en la medida en que nada depende de mí y nada en mí depende de cómo vaya lo que me rodea, no tengo ni motivo ni ocasión para ese desarrollo. 

Si entendemos así las cosas, comprendemos que lo que la sociedad, sea ésta la sociedad total o cualquier forma social (empresa, familia, escuela,...), me da, mis derechos, son condición para lo que yo puedo aportar a esa forma social. Entonces, mis derechos aparecen como estrictamente vinculados a mis responsabilidades. Mi participación receptiva en la sociedad queda así ligada a mi participación activa. De este modo, afirmar mis derechos consiste en estar protegiendo mis posibilidades de contribución al conjunto social y, por lo tanto, estar afirmándome no como individuo, sino como ciudadano.   

5. ¿Cómo aplicar un orden jurídico sobre el ser humano que de cuenta, atienda su singularidad personal y el carácter excepcional e incondicional de su propio ser, tal y como aparece esbozado en el planteamiento kierkegaardiano?  

Mi impresión es que Kierkegaard está atisbando algo verdadero cuando recalca el carácter incondicional y excepcional de la subjetividad humana, pero a la vez creo que está incurriendo en un error. Un error en el que caen muchos que quizá no hablan tanto de la excepcionalidad o singularidad del ser humano como de su dignidad. 

Pero ¿cuál es ese error? A mi modo de ver, el tratar un rasgo o una dimensión del ser humano separadamente de otros rasgos que también son esenciales en él. Lo que quiero decir es que no se puede dar cuenta de la singularidad del ser humano o de la personalidad del ser humano, de eso que le hace irrepetible e insustituible (siempre fin y nunca medio para otra cosa) al margen de su condición social. Y ello porque estamos hablando de la singularidad y dignidad de un ser que, por naturaleza, es social. 

Eso significa que no podemos comprender esos rasgos en contraposición a la naturaleza social del ser humano. Si los entendemos por contraposición a esta naturaleza, no los estamos aprehendiendo humanamente. En todo caso, los estamos captando sobrehumanamente, pero no humanamente. De modo tal que esa singularidad ya no es o deja de ser la singularidad del ser humano.  De hecho, esa personalidad, esa dignidad a la que queremos referirnos no se corresponde para nada con esa singularidad entendida sobrehumanamente. No es la singularidad de un ser que, por naturaleza, es social. 

En este sentido, creo que hay que compatibilizar unos aspectos con otros para no descoyuntar al ser humano. Ya que si no procedemos así, por un lado, estiramos la singularidad o la dignidad hasta problematizar la sociabilidad o, por otro lado, estiramos la sociabilidad hasta problematizar la singularidad. He ahí la fuente de los errores. 

Creo que si tenemos en cuenta las dos dimensiones al mismo tiempo, tenemos que decir lo siguiente, aunque en primera instancia parezca algo perturbador: ni socialmente ni jurídicamente es posible atender la plena singularidad del ser humano. Ningún orden social puede tratar a todos sus miembros como perfectamente singulares. Precisamente la ley nos relaciona en lo que tenemos de común, pero no en lo que tenemos de distintos. Ningún orden social puede estar considerando a sus miembros como una madre puede tratar a cada uno de sus hijos, a saber: en toda su singularidad. Y ello debido a que todo orden social se basa en lo común y no en lo distinto. 

Hay que atender debidamente a este aspecto para evitar una cosa: el narcisismo del yo, derivado de los planteamientos individualistas. Esto es, un culto al yo por contraposición a todo lo que me rodea. Este culto se traduce en el hecho de afirmar de mí mismo sólo aquello que me distingue, pero no afirmar como parte de mí lo que me hace común a los demás, lo que me incorpora. Ese narcisismo del yo lleva a cultivar casi obsesivamente las peculiaridades individuales. Además, genera personas asociales y por ello conflictivas, que no tienen la capacidad de incorporarse a la sociedad, sea ésta la sociedad en su conjunto o las formas sociales más reducidas. 

Ese culto a la propia peculiaridad acaba traduciéndose en un culto a la extravagancia. Uno quiere ser alguien complementamente distinto y solo me acabo reconociendo en lo distintivo. Lo común lo considero ajeno a mí mismo, impuesto, sobreañadido. Solo concibo como lo auténticamente mío lo que no se da más que en mí. Esa actitud es una actitud contraria a la propia de un ser naturalmente social y por tanto, contraria al desarrollo humano. 

En este sentido, creo que el único modo de atender debidamente a la singularidad de la persona humana es considerarla como una manera eminente de participar en algo común. El ejemplo o la comparación más al uso a la hora de ilustrar esta cuestión es la lengua. 

¿Qué supone tener una lengua? Estar incorporado a una comunidad de habla. Una vez comprendido esto, en cuanto sujeto hablante, singularizarme no puede consistir en hablar de tal manera que nadie me entienda. Eso no es tener personalidad. Eso no es singularizarse. Eso sencillamente es incomunicarse y ser incompentente no solo social, sino lingüísticamente. Así, la singularidad como sujeto de habla sólo puede estribar en tener un dominio eminente de la lengua que comparto. Eso sería un poeta. Un poeta no es singular a base de hacer un uso ininteligible del lenguaje o a base de hacer un uso incorrecto del lenguaje, sino precisamente a base de hacer un uso verdaderamente eminente de la lengua. Esa es su manera de singularizarse, la de un ser que, por naturaleza, es ser social. 

A mi juicio, esa es la vía por la que tenemos que buscar esa singularidad, esa excepcionalidad, ese carácter irrepetible de cada ser humano. Se trata, así, de personalizar lo común, pero sin abandonar con ello un sentido personal. 

Es más, podemos fácilmente constatar que por la vía de la individualización ( la de anular la dimensión social del hombre) no vamos precisamente en dirección hacia la singularidad. Todo lo contrario. De hecho, es el modo en el que menos singulares somos, porque en cuanto individuos somos idénticos a cualquier otro individuo. En nuestra individualidad no somos más que un caso. Es así como resulta que cuando somos más parecidos los unos a los otros y resultamos más indistinguibles, es cuando nos encontramos desnudos. En lo que podemos singularizarnos es en el modo de vestir. Pero el modo de vestir es siempre la participación en algo común. 

Hay que buscar la singularidad por esta vía, no por la vía de la abstracción y de la individualización o de la desocialización. De hecho, el camino correcto para encontrarla y desarrollarla es la participación eminente, sobresaliente en lo común.    

Alfredo Cruz Prados
Filósofo
Profesor de Filosofía Política y de Historia del Pensamiento Político en la Universidad de Navarra. Ha sido Visiting Scholar en el Bradley Institute for Democracy and Public Values y Visiting Professor en The Catholic University of America,Washington
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