29/4/2022
Entrevista: La condición de víctima
Olga Belmonte García
Escuchando a las víctimas aprendemos a discernir y valorar el contenido y la enseñanza universal que encierra su experiencia subjetiva.

Entrevista realizada por: Juan Pablo Martínez Martínez

Hablamos con la profesora y escritora Olga Belmonte García, Profesora de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y autora del relevante ensayo Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética, sobre la condición de víctima y su relevancia antropológica.

1. ¿Es un hecho inevitable que en el mundo haya víctimas?, ¿no somos todos de alguna manera víctimas en la medida en que somos afectados por el mal? 

Yo no procedería a una afirmación generalizada acerca de la condición de víctima y su carácter inevitable. Más bien señalaría que en la realidad se dan víctimas inevitables. Pensemos en las víctimas de accidentes fortuitos, desastres naturales,... En esas ocasiones, aunque haya podido existir un margen para la previsión e incluso la prevención, podemos entender, sin embargo, que hay ciertas circunstancias que no podemos controlar y que, por lo tanto, las víctimas que se han generado a partir de esos accidentes fortuitos no se podían haber evitado. 

Ahora bien, sí que hay víctimas que resultan evitables. Esas son aquellas a las que me he referido en mi ensayo Víctimas e ilesos y las que han constituido el objeto de mi principal interés y preocupación, a saber: las víctimas que han llegado a ser tales porque alguien las ha convertido en víctimas. Y todo ello debido a las acciones voluntarias de un victimario o verdugo. A estas víctimas las califico en mi ensayo como víctimas morales. 

De este modo, aunque podamos señalar que en cierta medida todos podemos llegar a ser considerados como víctimas en un sentido amplio e incluso desde un plano metafísico (por vernos afectados de uno u otro modo por el mal), sin embargo, cuando entramos en la reflexión acerca del mal moral, sí conviene precisar, distinguir y entender que ahí no todos somos víctimas de un mal moral y mucho menos en el mismo sentido. Ahí es la víctima la que es llevada a esa situación, es decir, la que es victimizada por alguien. 

Y creo que esto es importante, porque decir que todos somos víctimas tiene dos peligros: 

1) El riesgo de caer en el victimismo viendo enemigos por todas partes y creyendo que el culpable de todo lo que me ocurre está fuera siempre. En este sentido, conviene distinguir entre víctimas imaginarias y víctimas reales, precisamente porque hay víctimas que se consideran a sí mismas víctimas en base a anticipaciones ilusorias sin que haya ocurrido realmente nada o sin que nadie les haya hecho nada. De hecho, la víctima real, la víctima moral, no cae necesariamente en el victimismo. En algún momento puede caer en él al generar cierta dependencia con su propia condición de víctima. Pero ese es otro tipo de victimismo. No es de la víctima imaginaria 

2) Otro peligro lo constituye el panvictimismo. Éste lleva a eludir las responsabilidades individuales. Es decir, que cuando todos somos víctimas, nadie es culpable.  Todos partiríamos de la misma situación de haber sufrido algo y, de esta manera, no se podrían llegar a depurar las responsabilidades individuales. 

Es precisamente por ello que creo que para evitar ambos escollos (el victimismo y el panvictimismo) es importante no quedarnos con la afirmación de que todos somos víctimas, aunque se entienda que a la luz de una consideración metafísica del mal sí podamos llegar a serlo. 

2. ¿Por qué el testimonio de las víctimas tiende a ser tratado como si no fuera objetivo, como si no respondiera a la realidad de los hechos?

A la hora de discriminar la idea de si la víctima está o no en posesión de la verdad (la verdad objetiva), resulta necesario distinguir planos. La víctima está en posesión de la verdad acerca de lo que ella misma ha sufrido. Eso es incuestionable. No es una opinión. Es más,  no estamos legitimados para  sospechar del relato de lo que ella siente y ha sufrido. En este sentido, la víctima sí está en posesión de la verdad. Su relato constituye una expresión real y verdadera de lo que acaba de sufrir. 

Ello no quiere decir que la víctima tenga una perspectiva total de lo que ha ocurrido. Esa perspectiva total no sólo requiere de su relato, sino también de algún testigo, de la búsqueda de información adicional, e incluso del relato aportado por el victimario.

Pero lo que sí creo es que tenemos que aprender socialmente a escuchar los testimonios de las víctimas creyéndolas de entrada. Creyendo que lo que relatan es su propio sufrimiento. Ahí no podemos cuestionarlas. Es la verdad de lo que ellos han sufrido. Ahora bien, que eso sea lo que ha ocurrido en un sentido más amplio, eso es algo que habrá que indagar y ver desde otras perspectivas. 

Por otra parte, también es preciso reseñar el hecho de que tendemos a infravalorar lo subjetivo. Incluso desde la propia filosofía, que tiende más a valorar lo universal, lo que se puede generalizar y conceptualizar. Pero lo que aprendemos de este tipo de aproximaciones a la realidad (la de las víctimas) es que en esas experiencias subjetivas hay mucho contenido universal. Esto es, se pueden extraer enseñanzas universales de experiencias subjetivas. 

Es así como escuchando el testimonio concreto de una víctima no podemos generalizar, pero sí sacar enseñanzas relevantes acerca de la vida, el sufrimiento y el ser humano. En este sentido, tenemos que recuperar y revalorizar la importancia de las experiencias individuales y subjetivas, como fuente de otro tipo de sabiduría, aunque ésta no sea la objetiva. 

3. ¿ De qué modo la comunidad de los ilesos puede recibir el sufrimiento de la víctima sin silenciarlo en su corazón? 

Aquí resulta clave considerar el hecho de cómo nos disponemos a escuchar y recibir el relato de las víctimas. Se trata de prepararnos para estar en una situación en la que el centro sea la víctima y no nosotros mismos, que vamos a escuchar o recibir su testimonio. 

A mí en este punto me viene a la cabeza la reflexión de Simone Weil quien señala que a la hora de encontrarnos con el sufrimiento del otro, con su desdicha, hay que vaciarse de todo contenido propio para dejar que el otro (y que ese relato del otro) quepa en nosotros. ¿Cómo? Sin hacer proyecciones, sin tener prejuicios, sin juzgar lo que estamos escuchando, sin poner nuestros sentimientos por en medio,... A veces, cometemos el error, cuando empatizamos con el otro, de acabar apoderándonos de lo que la otra persona siente. 

A este respecto resulta necesario mantener la contención para comprender que lo que está ocurriendo ahí no es algo mío, sino de la otra persona. En este sentido, lo que tengo que hacer es abrir un hueco, crear un espacio en mí, volverme un cuenco para acoger y recoger eso que está relatando la víctima. 

Es más, incluso a veces no entendemos el sufrimiento de la víctima,  porque no sabemos qué hacer con él. Y como estamos en una sociedad del hacer y del resolver, no nos damos cuenta de que ante esas situaciones, cuando son irresolubles y la víctima sólo necesita que la escuchen, no hay nada que hacer. Lo que hay que hacer es precisamente no hacer nada. Solamente escuchar y no tender a resolver en ese preciso momento. 

De hecho, la prisa por resolver algo lo que esconde en el fondo es nuestra incapacidad para ver el sufrimiento del otro y situarnos ante él. La disponibilidad para acoger el sufrimiento del otro requiere de tiempo, paciencia y capacidad para contemplar esa situación de dolor sin querer resolverla apresuradamente. En este punto nos hace falta un corazón paciente, un corazón que pueda recibir el sufrimiento del otro sin silenciarlo y sin querer resolverlo. Muchas veces el sufrimiento es como una herida que tiene que sangrar y ya está. No hay que taparla como si ésta no se hubiera producido. 

Y esta actitud juega un papel relevante, debido a que contribuye de una forma genuina a evitar el fenómeno de la revictimización de la víctima, a saber: el hecho de volver a hacerla pasar por determinadas situaciones. A este respecto no se la puede culpar, no se puede juzgar lo que ha vivido, no se le puede reprochar determinadas actitudes que ha tenido. No se puede hacer nada de eso. 

Tampoco le hace ningún bien a la persona (a la víctima) el justificar teológicamente su sufrimiento (Dios de los males saca bienes), porque aparte de provenir esa justificación de una falsa idea de Dios, el sufrimiento de la víctima en sí mismo no es solo que no tenga sentido, sino que ni puede ni debe tenerlo. Otra cosa es que ante su sufrimiento la persona pueda encontrar cierto bálsamo en su fe, pero de ello no se deduce que el sufrimiento sea un camino hacia otro lugar, hacia una especie de trascendencia. Es más, a mí me parece que semejantes modos de pensar  entierran  a la víctima en su sufrimiento y contribuyen en todo caso a revictimizar. 

En este sentido, ninguna víctima se hace mejor a partir de ese sufrimiento que está pasando, sino precisamente a pesar de él, a pesar de que éste nunca debía haber ocurrido. 

4. En tu libro “Víctimas e ilesos” llegas a hablar de un derecho al resentimiento en las víctimas. ¿Existe algún límite para ese derecho?

En mi ensayo tomo la expresión del derecho al resentimiento de Jean Améry, una víctima que estuvo en el campo de concentración de Auschwitz. Jean Améry expresa esta idea del derecho al resentimiento en el contexto de una sociedad alemana en la que se estaban intentando dar pasos hacia adelante bajo la perspectiva de la reconciliación y el perdón tras los acontecimientos desastrosos de la II Guerra Mundial. Según Améry,  ese proceso de reconciliación (auspiciado incluso por filósofos, como Martin Buber) se estaba llevando a cabo sin contar realmente con la situación de las víctimas en ese momento. 

Para él, esto constituía una falta de respeto para con las víctimas y su sufrimiento. Por eso, él defiende el derecho al resentimiento. Es decir, las víctimas tienen derecho a no poder perdonar, a quedarse ancladas en ese pasado que duele. En definitiva, cuentan con el derecho a no querer avanzar por una cuestión de ser conscientes y coherentes con lo que ellas están sintiendo. En este sentido, ese derecho al resentimiento no es una decisión. Constituye más bien el acontecimiento inevitable e irreprochable de no poder perdonar.

Ahora bien, siempre los derechos tienen el reverso de un deber. Esto es, no habría derechos si no hubiera deberes o responsabilidades por parte de alguien para que esos derechos fueran garantizados. Por eso, me preguntaba al hilo de esta cuestión cuál es el deber social que está  tras ese derecho (el derecho al resentimiento). El deber sería el de no forzar a las víctimas a dar pasos para los que no están preparadas. La sociedad tiene la responsabilidad de no obligarlas a que tengan que perdonar, reconciliarse o pasar página si no pueden. Es por ello que el derecho al resentimiento en las víctimas ha de ir acompañado de un deber social: el deber de respetar sus tiempos y también su incapacidad para perdonar. 

Pero, en todo caso, ¿cuál es el límite de ese derecho al resentimiento? Yo lo pondría en la situación de cada víctima. Considero que en la víctima siempre hay un momento en el que ésta no puede perdonar, reconciliarse con lo que ha ocurrido, con su pasado. Y eso hay que respetarlo. Pero en la propia víctima también se puede dar un movimiento en el que ésta percibe que quedar anclada en el pasado no le permite seguir viviendo. Creo que ése es el límite. Éste comparece cuando el propio anclaje de la víctima a su pasado no le impide integrar y superar lo ocurrido. En suma, cuando la víctima siente la necesidad de salir de ese lugar interior, en el que se está ahogando, es ése precisamente el momento para empezar a salir de los límites de ese derecho al resentimiento. 

A la hora de afrontar este proceso, la víctima necesitará ayuda, pues muchas veces no podrá hacer ese movimiento sola. Pero la vía de salida de ese derecho al resentimiento no tendrá que ser necesariamente el perdón, sino que se basará fundamentalmente en la capacidad de la víctima para integrar y superar el pasado de la forma y manera en que pueda, para no quedar vinculada a su resentimiento. No obstante, se deben respetar los tiempos de la víctima tanto para quedarse en el resentimiento (pues éste supone asumir que se ha sufrido), como para ayudar a ésta a no quedar anclada en él, en el medida-eso sí- de sus posibilidades. 

5. ¿Cuáles son los modos fundamentales por los que el agresor (el victimario) tiende a justificar su propio mal?

De entrada, normalmente el victimario atribuye o justifica su propio mal mediante la comprensión de éste o bien como fruto de un arrebato o bien como resultado de una situación espontánea de enajenación y descontrol en la que hace daño a alguien por una cierta ceguera o como consecuencia de la influencia de una cierta enfermedad mental. Ese tipo de justificaciones no constituyen en todo caso el porcentaje más amplio a la hora de definir o determinar las relaciones entre víctima y victimario, pero es un hecho que también se dan y se pueden llegar a esgrimir como una excusa por parte del victimario. 

Pero también hay casos de personas que disfrutan haciendo daño a los demás. En ellas, existe un desajuste que se traduce en una especie de sadismo, esto es, en el hecho de sentir placer haciendo sufrir a otros. Ésa es otra posibilidad.  Hablamos en este caso de personas especialmente malvadas. 

No obstante, hay una reflexión introducida por Hannah Arendt y otros pensadores a raíz de las experiencias de la II Guerra Mundial que es necesario recoger a la hora de dar cuenta de las relaciones entre víctimas y victimarios, a saber: la constatación de que existen personas ordinarias que son capaces de colaborar con males extraordinarios. Ahí hay otro mecanismo que hace actuar además incluso con buena conciencia. Eso es lo que resulta extremadamente difícil de desarticular. 

Y ello debido a que se trata de personas que justifican lo que están haciendo bajo el amparo del cumplimiento de un deber superior que necesariamente ha de llevarse a cabo. La Segunda Guerra Mundial es un buen ejemplo de ello, porque en ella se sistematizó el asesinato y para ello, no se recurrió a personas malvadas, sino a personas ordinarias, como tú y yo, que acabaron haciendo lo que hicieron. Aquí, en estas personas, como podemos ya observar y deducir, se da otro tipo de motivación: la motivación de seguir y secundar de forma fanática un determinado ideal (patria, ideas, creencias). Con esos ideales este tipo de personas se sienten tan identificadas que aquellos que las cuestionan o entorpecen su cumplimiento se convierten automáticamente en una amenaza para ellos. En este sentido, viven en unos marcos normativos, conceptuales, ideológicos o religiosos que les llevan a querer conseguir determinados objetivos arrasando con todo lo que suponga un obstáculo, incluidas las personas. El motivo de esta actitud es el siguiente: les importa más el cumplimiento de esa meta que lo que pueda acontecer con la vida de otras personas, a las que, por otra parte, se les considera ya como adversarias, enemigas de la propia causa. 

Es así como estas personas creen estar cumpliendo con un deber.  Y aunque a lo mejor no les alegra o no expresan satisfacción por el sufrimiento ajeno, sí se enorgullecen de estar colaborando con el cumplimiento de un deber o una meta que consideran buena o justa. 

Así, en este tipo de ejercicio del mal que hemos descrito, intervienen dos elementos. Por un lado, el modo en que se viven las propias ideas o creencias, que le hacen a uno vivir fanáticamente e identificarse con ellas hasta el punto de verse tiranizado por ellas. Y, por otro lado, el hecho de la deshumanización de la otra persona, la del enemigo, que le lleva a uno a reducirlo a una cosa y a no verse afectado por su sufrimiento, a no empatizar con su dolor. En definitiva, a no lamentar que la persona sufra, porque en el fondo el fin justifica los medios.

En este punto, es necesario tener cuidado, porque se puede intentar imponer una determinada idea de bien pero arrasando con la bondad, esto es, no siendo en el fondo buenos con los demás. Entonces ahí y justo ahí es importante considerar si estamos ponderando la dignidad de las otras personas cuando procedemos a intentar alcanzar nuestras metas. Es por ello que hay que poner siempre en el centro esa dignidad, esa bondad. Y ello debido a que a lo mejor resulta preciso revisar esas ideas de bien, esos marcos normativos, morales o religiosos, que me convierten en una persona capaz de atentar contra otra por un "bien" mayor que no soy capaz de cuestionar.  

6. ¿En qué medida el gesto del perdón puede llegar a subsanar el mal cometido?, ¿existe algún mal que sea imperdonable?

En primer lugar, lo que se puede sanar a través del perdón no es tanto el mal cometido, sino la herida que ha sufrido la víctima. Porque el mal como tal es irreversible. Lo que ha ocurrido no puede desacontecer. El mal está ahí y no lo podemos ni debemos borrar. En este sentido, no se puede decir con justicia que perdonar sea olvidar. Todo lo contrario. El mal está ahí, ha ocurrido y no lo podemos eliminar. Ni siquiera a través del perdón. 

A este respecto el perdón tiene la capacidad de iniciar una nueva relación con el pasado para la víctima y también en algún sentido para el victimario (cuando éste ve la necesidad de ser perdonado). En este punto, el perdón evita el hecho de quedar estancado en el pasado, pero no borra en ningún momento lo que haya ocurrido. Ese no quedar estancado tiene que ver de alguna manera con sanar la herida sin borrarla, quedando la cicatriz. Lo que se hace con el perdón es poder sobrellevar aquello que se ha vivido. En suma, poder llevar uno su vida hacia adelante a pesar de lo que uno ha vivido.

El perdón, por su parte, puede ayudar al victimario cuando éste necesita el perdón y se reconoce culpable. Si no se reconoce culpable, difícilmente le puede ayudar, porque no va a recibirlo. Pero para que pueda arrepentirse y reconocer que necesita ser perdonado y así sanar esa situación del pasado, es importante que el victimario reconozca a la víctima y se reconozca a sí mismo como agresor. Se trata de que reconozca no sólo lo que ha hecho, sino también el sufrimiento que ha causado a la víctima. En resumen, tiene que poner el sufrimiento de la víctima en el centro. 

Ahora bien, en el tema del perdón es preciso comprender que éste no se puede exigir. El perdón es un don. Es algo que no constituye el resultado del propio esfuerzo. O llega la necesidad de perdonar o no llega a la víctima. Y, por otra parte, como ya hemos señalado antes, no anula el pasado. El pasado ha acontecido y no se puede borrar. 

Con respecto al tema de si existen males imperdonables, Derrida señala que sólo tiene sentido perdonar lo imperdonable, porque lo perdonable ya de alguna manera viene perdonado. Si algo es perdonable, es porque ya contiene en sí la categoría de lo que es o resulta perdonable. 

Pero, ¿cuándo tiene fuerza el perdón?, ¿cuándo introduce novedad el perdón? Cuando no te lo esperas. Cuando realmente parece imposible. El perdón es como una especie de don precisamente porque y cuando sorprende introduciendo novedad en la relación. Y el perdón tiene sentido solo si parece imposible que llegue, porque llega allí donde parece que no se puede esperar nada más. 

Por eso, la capacidad humana para perdonar a veces desborda la razón. Hay personas que son capaces de perdonar cosas que a nosotros nos parecerían una locura. De hecho, hay víctimas que perdonan a victimarios que no conocen o a verdugos que no se arrepienten. Es más, se dan víctimas que para poder seguir viviendo ellas, para poder sanar sus heridas, necesitan pasar por el ejercicio del perdón incluso aunque el verdugo no se arrepienta. Eso para la razón puede aparecer como algo fuera de la lógica, pero es que el perdón no sigue la lógica de la razón, sino del don, de lo que es inesperado. Por eso, existen personas que perdonan por encima incluso del grado de arrepentimiento de los verdugos. 

En este sentido, Derrida afirma que el perdón es un don extraordinario sometido a la prueba de lo imposible. Cuando algo parece imposible, entonces llega el perdón y acontece, a saber: una novedad que permite, por el hecho de ser tal,  iniciar una nueva relación con el pasado. A este respecto Fackenheim señala que en el perdón lo que parece ontológicamente imposible se vuelve moralmente necesario. Ahora, esa necesidad moral no hay que entenderla como algo que se pueda exigir, sino más bien como algo que la víctima necesita para poder seguir avanzando. Cuando eso se produce, entonces tiene sentido el movimiento hacia el perdón. 

Por eso, hay víctimas, como Jean Améry, que señalaban que no se les podía exigir el perdón.  Y ello debido a que no se puede perdonar en masa. La sociedad no puede perdonar. El perdón tiene que ver con una relación entre la víctima y el victimario o con el verdugo. Entonces, o la víctima tiene la necesidad moral de perdonar o no tiene ningún sentido recomendar el perdón ni mucho menos exigirlo. Tampoco resulta lícito, desde esta perspectiva, valorar como moralmente mejores a las víctimas que perdonan frente a aquellas que no lo hacen. Moralmente no se puede entender como mejor persona a la víctima que perdona, porque el perdón es un don y no se puede exigir. O llega o no. En este punto, no se debe revictimizar a la víctima que no es capaz de perdonar. 

Ello no impide que pueda darse un perdón más allá o incluso con independencia del reconocimiento del victimario. De hecho, esto que señalo viene confirmado por algunas experiencias que he escuchado. Me refiero al caso de una mujer cuyo marido fue víctima de ETA. Ésta señalaba que necesitaba perdonar para poder seguir avanzando incluso sin saber quién había  matado a su marido y sabiendo además que ETA nunca iba a reconocer su culpabilidad por el delito cometido. Aún así, ella interiormente necesita perdonar y perdona para poder seguir viviendo. 

La reciente película de Maixabel recoge algo similar: la experiencia de una persona que necesita perdonar. Y para perdonar, esa persona necesita encontrarse con el victimario. Necesita tener una conversación con él. Su posición es francamente respetable, incluso a pesar de que ETA no condenase en ese momento los atentados. En su caso, los victimarios sí se mostraron arrepentidos a la hora de hablar con ella. Pero también es respetable la postura de su hija, que es incapaz de perdonar. Ésta respeta a la madre que necesita hacer ese tipo de encuentros. Pero ella no está preparada y no siente la necesidad de perdonar. En este sentido, el hecho de que haya personas que no sean capaces de perdonar es algo totalmente respetable. Ese espacio tiene que estar, esto es, la mirada de alguien que dice: “Lo siento, pero no puedo perdonar esto”.

Algo parecido sucedió en el caso de una mujer de Ruanda, quien sufrió el asesinato de su marido durante el genocidio. Cuando se establecieron los procesos judiciales para discriminar las culpabilidades de los responsables, ella señaló que necesitaba saber el nombre de aquella persona que había matado a su marido, pero no para vengarse, sino para poder perdonarle, seguir viviendo y cerrar sus heridas. No le importaba saber si el que había matado a su marido se había arrepentido o no. Tampoco le interesaban las circunstancias de la muerte de su marido. Tan solo quería disponer de un nombre para poder colgar de él un perdón. 

Ello revela el hecho de que hay víctimas que viven en un perdón que es capaz de perdonar más allá de lo esperable e incluso del reconocimiento de sus victimarios. Pero hay que tener en cuenta que esto sigue siendo un misterio. En este punto tratamos con realidades que no se pueden forzar y ni siquiera recomendar. En este sentido, hay que tener mucho cuidado con la justicia restaurativa, porque no se puede forzar a la víctima a iniciar procesos de perdón y reconciliación. No podemos situarlo como la meta para todas las víctimas. Son la propia víctima y el propio victimario los que en un determinado proceso de acompañamiento y sanación pueden llegar a un punto en el que ambos decidan, cada uno por su lado,  entregarse al dinamismo del perdón. Si eso no se produce, desde fuera no se puede forzar. No tiene sentido. Y no es mejor una víctima que logra llegar hasta ahí. No es la meta que hay que alcanzar. Si se produce, es de hecho un don, un regalo e incluso un milagro, pero no se puede violentar ese proceso en ningún caso.  

7. ¿Puede existir una resistencia ética en la víctima cuando ésta se encuentra en un estado de completa desgracia ( esto es, de hundimiento)?

Partiendo de la idea que hemos sentado de que el perdón no se puede demandar, también creo que en el caso de la situación de la víctima que está sufriendo la desdicha no se le puede exigir una resistencia ética, porque no es dueña de lo que le está ocurriendo y por tanto tampoco es dueña de sus actos en esa situación. Esto es, no está en una situación de igualdad de condiciones con el victimario. No es un duelo con él en el que pueda elegir, precisamente porque la libertad de la víctima está comprometida. Y si está comprometida, su capacidad de respuesta también. Por lo tanto, exigir ahí un tipo de respuesta o un tipo de comportamiento ético no sería la vía ni tampoco resultaría algo adecuado. 

Ahora bien, si analizamos su condición desde fuera, podemos decir, con Rosenzweig, que ver a alguien como un ser humano es ver que no es un pedazo de carne, que no es un mero pedazo de mundo. En este sentido, en la medida en que la víctima existe y se mantiene viva, incluso gritando por el dolor que sufre, esto ya constituye de por sí un acto de resistencia ética. Es una situación en la que la víctima está resistiendo éticamente por el mero hecho de existir, porque le está recordando al verdugo o victimario que no es un mero pedazo de mundo, sino un ser humano. Pero esto acontece de tal manera que es como si la propia humanidad estuviera resistiendo en él, aunque esto no tenga lugar como un acto propio que se  pueda recriminar o no posteriormente. 

A este respecto, Jean Améry señalaba lo fácil que resulta juzgar y reprocharle a las víctimas que no resistieron lo suficiente frente al victimario. Ese tipo de reproches son muy dolorosos para la víctima, porque en su situación de sufrimiento o incluso de tortura, su libertad se halla absolutamente comprometida y/o anulada. Sólo le queda en estos casos ser un ser humano y no ser un pedazo de mundo o una cosa.

Yo creo que la víctima solo por el mero hecho de estar ahí, de mantenerse viva, sólo por el mero hecho de ser, le está diciendo al victimario: Soy un ser humano y no una cosa. Y eso es para mí una forma de resistencia ética. No lo llamaría gesto de resistencia ética, porque no es una actitud positiva consciente en la que uno pone algo, sino que más bien se da por el mero hecho de ser. Ahí ya hay resistencia. 

Otra cuestión más compleja es que la víctima luego pueda encontrar sentido o no a su dolor. Allí podemos encontrar a una Etty Hillesum que es capaz de encontrar esperanza en la peor de las situaciones y de afirmar que la vida sigue teniendo sentido y es maravillosa, a pesar de todos los pesares. No obstante, no se le puede pedir a la víctima ese gesto. Sí, a los que yo llamo los ilesos en mi ensayo. A quien hay que exigir resistencia ética es a los ilesos. Ellos sí tienen el deber de resistir éticamente a la posibilidad de ejercer el mal o de ser cómplices de éste o indiferentes frente a él.    
Olga Belmonte García
Filósofa
Doctora en Filosofía, mención europea, por la Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Máster en Dirección de Proyectos culturales de La Fábrica y la Fundación Contemporánea. Profesora Ayudante Doctora en la Universidad Complutense de Madrid.
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