17/10/2022
Entrevista: El significado antropológico del mal en el hombre (la doctrina kantiana del mal radical)
Leonardo Rodríguez Duplá
Hemos de atemperar la tendencia a subrayar el pesimismo antropológico kantiano. Para Kant, estamos, pese a todo, hechos para el bien.

Entrevista realizada por: Juan Pablo Martínez Martínez

Hablamos con el Dr. Leonardo Rodríguez Duplá, catedrático de Filosofía Moral en la Universidad Complutense de Madrid y autor de destacadas obras en el campo de la ética filosófica, como "Deber y valor" (1992), "Etica" (2001), "Ética de la vida buena" (2006) y El mal y la gracia: la religión natural de Kant (2019), acerca de la doctrina kantiana del mal radical y su importancia a la hora de comprender el dinamismo moral y antropológico de la existencia humana.

  1. En su obra El mal y la gracia: la religión natural de Kant propone una hermenéutica de la obra kantiana que no rechace su doctrina del mal radical como un cuerpo extraño. ¿Cree a este respecto que la disciplina que Kant establece para la razón teórica tiene que ver de alguna manera con su rescate de una teoría del pecado original?

En la comprensión de esta cuestión ha sido habitual un tipo de análisis del que en mi libro he pretendido distanciarme. Y es que ha sido muy frecuente presentar aspectos centrales de la filosofía de Kant como un reflejo o una consecuencia de factores extrafilosóficos que habrían influido en su pensamiento. Por ejemplo, la cuestión referida a los límites de la facultad cognoscitiva del hombre, es decir, la tesis de que la razón teórica en el ser humano no puede conocer la realidad tal y como es en sí misma, se explica en no pocas ocasiones como una consecuencia del énfasis típicamente luterano en la corrupción de la naturaleza humana acontecida con el pecado original. En definitiva, como Kant estaría imbuido de esa mentalidad luterana, tiene que poner límites al conocimiento, porque nuestra facultad cognoscitiva estaría tan corrompida como nuestra voluntad.

Este enfoque también afectaría a la tesis del mal radical, que constituiría el doblete filosófico del dogma del pecado original. A este respecto, el mal radical en Kant se entiende como una consecuencia de la formación del joven Kant en un ambiente religioso pietista. Así, podemos constatar-en las investigaciones actuales- la tendencia a atribuir ciertos rasgos centrales del pensamiento de Kant a influencias ambientales, culturales, ...

En mi libro, he tomado una posición distinta. He intentado presentar la religión natural preconizada por Kant como fruto de un esfuerzo estrictamente filosófico y, en ningún caso, como resultado de condicionamientos psicológicos o ambientales. En este sentido, he tratado de sacar a la luz y discutir los argumentos racionales con los que Kant justifica los aspectos principales de su posición en materia religiosa, como la teoría del mal radical, la gracia, su interpretación de la figura de Cristo o incluso su eclesiología racional.

Y la conclusión que he alcanzado a partir de dicho estudio es que la filosofía de la religión de Kant es un todo coherente. Y ese todo coherente, que es la filosofía de la religión kantiana, se inserta sin fricciones en el conjunto del proyecto crítico kantiano. Ahora bien, ¿hasta qué punto en la génesis del pensamiento kantiano podemos encontrar anticipaciones de su posicionamiento en temas de religión? Nótese que el libro de Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, es una obra tardía. Y, sin embargo, en la célebre carta a Lavater, escrita 20 años antes del libro sobre la Religión, Kant anticipa muchos de los contenidos centrales de su propia posición. Así, no podemos dejar de señalar que Kant concibió todo su pensamiento crítico como una unidad. En este sentido, me parece que no se puede hablar de la filosofía de la religión kantiana o en particular, de su doctrina del mal radical, como de un cuerpo extraño. Se trata de una cuestión bien argumentada y que encaja bien con el conjunto del sistema creado por Kant.

  1. ¿Cómo hay que entender el sorprendente aserto kantiano según el cual no sólo podemos llegar a inferir que todos los hombres son malos, sino, más concretamente, que este hombre- el que tengo enfrente- sea malo?

En este punto, la argumentación de Kant es muy elaborada y a la vez escalonada. Hay que dar varios pasos para asentar la tesis defendida por él. En primer lugar, hay que mostrar que podemos llegar a saber con certeza que hay acciones malas. Que hay acciones moralmente malas parece algo evidente, pero Kant percibe una dificultad en ello. Dicha dificultad estriba en que el valor moral de las acciones depende a su juicio de los motivos que las inspiran. Y, a este respecto, Kant ha sostenido que no podemos ver los motivos últimos de la conducta.

Y, sin embargo, su respuesta es que si bien no podemos ver los motivos últimos que inspiran nuestra conducta, sí que podemos inferirlos. Kant está seguro de que quien realiza una acción que él mismo considera contraria al deber, ese individuo contrae una culpa moral. Pues ese modo de proceder presupone la adopción de la máxima suprema egoísta que somete el cumplimiento del deber a la condición de concordar con la satisfacción de nuestras inclinaciones.

Se da aquí una curiosísima asimetría. Kant cree que nunca puedo llegar a saber que he realizado una acción moralmente buena. Ahora bien, sí que puedo llegar a saber que he realizado una acción moralmente mala, a saber: cuando hago lo contrario de lo que yo mismo considero que debería hacer. Éste es un primer nivel argumentativo mediante el cual Kant justifica su creencia de que hay acciones moralmente malas.


El segundo paso consiste en mostrar que el sujeto que realiza esa acción mala es en sí mismo malo. Esta tesis es contraintuitiva, porque normalmente tendemos a pensar que la gente puede realizar acciones buenas o malas. Esto es, que quien es malo en unas cosas puede llegar a ser bueno en otras. Kant, en cambio, suscribe la doctrina rigorista, según la cual no se puede ser bueno en parte o malo en parte. O se es completamente bueno o completamente malo. Si esto es verdad, entonces quien realiza una mala acción, incluso una sola, es forzosamente malo.

Y todavía nos encontramos con un tercer paso argumentativo, que constituye el más difícil de dar y el más controvertido. Y es que no sólo hay ciertas acciones de ciertos hombres que nos muestran que ellos son malos, sino que todos los hombres son moralmente malos. En mi libro yo he sostenido que el argumento mediante el cual Kant intenta probar la universalidad del mal es una tesis que posee una complejidad y un peso mucho mayores de lo que en inicio cabría pensar.

A mi modo de ver, el argumento por el cual Kant muestra la universalidad del mal en el hombre es lógicamente impecable desde el punto de vista de la crítica inmanente a sus propios planteamientos. Dicha coherencia se explica en virtud de una de las tesis kantianas más características de su posición ética, la cual establece que las máximas supremas sólo pueden ser dos: o bien someto la satisfacción de mis inclinaciones a su concordancia con el deber o bien someto el cumplimiento del deber a la concordancia con la satisfacción de mis inclinaciones. A este respecto, uno podría plantearse cuántas inclinaciones se pueden exceptuar o privilegiar según convenga en orden a favorecer o fomentar un obrar moral más o menos bueno. Sin embargo, dicho cuestionamiento escapa a la coherencia del argumento kantiano, según el cual el hombre es o del todo bueno o del todo malo en virtud de la adopción de una máxima suprema única.

Se trata de una tesis muy fuerte que, sin embargo, tiene valor como correctivo de nuestra tendencia habitual o bien a absolvernos presurosamente de nuestras culpas o bien a escudarnos en las cosas buenas que podamos haber hecho en otras ocasiones. A este respecto o uno respeta la ley moral y tiene en cuenta que la ley moral es una y, con ello, llamada a ser asumida en bloque-, o uno empieza a hacer ciertas excepciones. En el momento en que se comienzan a hacer esas excepciones, el sujeto está dando a entender que antepone la satisfacción de ciertos intereses egoístas al cumplimiento del deber. Que esa acción no sea algo habitual constituye un aspecto contingente para Kant. Quizá ello se deba a que no se le presenta a esa conciencia a menudo ese conflicto entre sus propias inclinaciones y la conciencia del deber. Esta tesis kantiana es digna de atención a todas luces por el valor que tiene para transformar y regular las conductas.

  1. ¿Cuál es el valor que a su juicio ha de atribuirse a la prueba protocolaria que Kant parece postular a la hora de afirmar la maldad en el hombre?

La prueba de la universalidad del mal constituye la tesis fuerte que ocupa la primera de las cuatro partes del libro La religión dentro de los límites de la mera razón. Se trata de una prueba compleja. Uno de sus elementos es la comprobación empírica de la sobreabundancia del mal en la historia humana. Pero hay que tener en cuenta que esa comprobación empírica se combina con otros aspectos decisivos de la teoría moral kantiana. Por ejemplo, con el extraordinario rigor, la extraordinaria exigencia del ideal moral que nos impone la razón o con la crítica del latitudinarismo a la que he hecho referencia en la pregunta anterior, o incluso con la doctrina de la disposición original al bien dada en la naturaleza humana.

A este respecto, yo he tratado de mostrar que todos estos elementos que acabo de mencionar se entrelazan en el pensamiento kantiano conformando así un argumento de gran coherencia, de suerte que el juicio que nos merezca la prueba kantiana acerca de la universalidad del mal dependerá del valor que concedamos a cada uno de los elementos que intervienen en dicha prueba. Por eso, con mi libro, he intentado desglosar esos elementos y ponerlos ante la mirada del lector para ser discutidos. Lo que no podemos hacer es desembarazarnos de la prueba alegando que ésta no demuestra nada y que la doctrina del mal radical no es más que un intento de Kant por aplacar a la ortodoxia religiosa prusiana.

En este sentido, cito al comienzo del libro una carta célebre de Goethe a Herder en la que se indigna al leer la primera parte de La religión dentro de los límites de la mera razón, publicada antes que el resto del libro. Goethe dice que es una vergüenza que Kant haya vuelto a hablar del pecado original. Además, lo interpreta como un intento de Kant de congraciarse con las autoridades religiosas. Dicha postura, a mi juicio, tendría como consecuencia directa una desatención indebida a la naturaleza filosófica del argumento y la naturaleza racional de las premisas en las que se fundará la prueba kantiana.

Lo que he intentado hacer en mi libro es desglosar la prueba y ver cuáles son los mimbres con los que se entreteje. Se trata con ello de valorarlos como argumentos filosóficos que podrán ser aceptados o rechazados. Pero en todo caso, han de ser conocidos y discutidos con profundidad.

  1. ¿En qué sentido Kant señala que la mentira es la verdadera expresión del mal radical en el hombre?

Para encuadrar esta pregunta, conviene recordar que la expresión “mal radical” la utiliza Kant en tres sentidos diferentes, aunque relacionados.

En el sentido más propio, el mal radical alude al acto inteligible, nouménico por el que se adopta la máxima suprema mala.

En segundo lugar, mal radical se refiere a la propensión al mal, esto es, la traducción empírica de esa decisión nouménica.

Y, en tercer lugar- y con ello llegamos al corazón de tu pregunta- Kant habla del mal radical para reseñar ciertas artimañas de las que se vale el ser humano para engañarse a sí mismo acerca del valor moral de su propia conducta. La idea es que no solo-como es evidente-mentimos en ocasiones a nuestros semejante, sino que muy a menudo nos mentimos a nosotros mismos, nos embaucamos con argumentos manipulados que justifican, facilitan y allanan el camino de la infracción de la ley moral. A este respecto, si yo estoy persuadido de ser una persona moralmente buena, lo tendré mucho más fácil a la hora de convencerme de que la infracción que estoy tentado de realizar no es tan importante, porque en el fondo no contamina mi condición moral. Se trataría de una excepción justificada.

Son justo estos fenómenos de autoengaño a los que se refiere Kant con una expresión muy célebre y citada: “la mancha pútrida de nuestra especie”. El mal radical sería así esa mancha. Se trata de una mentira de la que somos a la vez autores y víctimas.

Estas palabras tan duras que acabo de citar obedecen al hecho de que el autoengaño moral no sólo es para Kant una manifestación del mal radical en nosotros, sino también es una traba que dificulta extraordinariamente nuestra conversión al bien. Y todo ello debido a que quien está persuadido de su propia bondad, no percibe su necesidad de convertirse al bien. Se cree ya inserto en él. Por eso, esta tendencia al autoengaño moral se revela como especialmente perniciosa. En este sentido, Kant señala que no es ni mucho menos algo casual que en la Sagrada Escritura al demonio se le conozca como el padre de la mentira.

A este respecto, hay un texto impresionante de Kant en el que entona un himno a la sinceridad. La sinceridad es crucial para Kant, porque sin la sinceridad para con nosotros mismos, sin la renuncia al autoengaño y la mentira que nos autoembauca, no hay posibilidad de salir del mal radical.

  1. Desde la perspectiva kantiana, ¿estamos forzosamente abocados al autoengaño en todo aquello que supone la puesta en juego de nuestra propia condición?

En la medida que la mentira es una manifestación del mal radical, tenemos que decir que, desde el punto de vista de Kant, todos los hombres estamos afectados por la mentira. Excluir a un solo hombre de la mentira sería tanto como excluirlo de la condición de malo.

Y, sin embargo, esto no quiere decir que seamos necesariamente prisioneros de esa mentira. De hecho, Kant sostiene que es posible escapar de las redes del autoengaño. Es posible, por tanto, realizar la revolución interior mediante la cual se adopta la máxima del bien. Esa revolución es posible, porque Kant sostiene que en todo hombre, incluso en el más corrompido, se conserva siempre un germen del bien. El hombre no puede dejar de oír en su interior la ley moral que impone respeto. El hombre conserva siempre la libertad de su albedrío de manera que puede optar entre el bien y el mal.

Pero, desde luego, no podrá convertirse al bien si no es sincero consigo mismo, si no evita autoengañarse. En todo caso, puede hacerlo. En el mal radical como autoengaño hay siempre un factor de mala fe. Uno se autoengaña, pero en el fondo sabe que lo está haciendo. Luego, también es posible salir de él, del error.

A la vez, querría añadir algo que me parece importante. Esta afirmación tan tajante de la libertad moral y de nuestra capacidad para volver a la senda del bien no ha de entenderse en el sentido del pelagianismo. Se ha atribuido a Kant en no pocas ocasiones una postura pelagiana, como si el hombre pudiera en virtud de una suerte de atletismo moral, por sus solas fuerzas, conquistar la perfección moral.

De hecho, Kant reconoce que el ideal moral que la razón nos impone es extraordinariamente exigente. Tan exigente que el hombre adolece de una incapacidad natural para cumplirlo. Pero ¿no habíamos partido de la idea de que el ser humano puede optar radicalmente por el bien?, ¿cómo entender ahora esa incapacidad natural?

Kant nos da la respuesta a esta pregunta: puesto que ese ideal tan exigente representa un genuino deber, cumplirlo ha de ser posible. Esto es lo que le lleva a Kant, como única solución de este enigma, a postular lo que él llama una ayuda de lo alto que auxilie al hombre en su aventura moral. Con esto, llegamos a la teoría de la gracia, que constituye un elemento muy importante en la religión natural kantiana, muchas veces ignorado. En mi libro, me he propuesto reconstruir detenidamente esa doctrina kantiana de la gracia. Me parece tan importante esta contribución kantiana que aludo a esta cuestión en el título mismo de mi obra, el Mal y gracia.

Por último, me gustaría volver sobre un último punto que puede resultar clarificador a la hora de abordar el concepto de sinceridad en Kant, al que anteriormente he aludido. Sinceridad, en el sentido coloquial del término, se refiere a la no ocultación de lo que uno piensa a los demás. Sincero es el que te dice lo que realmente piensa y señala principalmente nuestra relación con el otro. No es que a Kant se le oculte este sentido de la sinceridad en este punto, pero fundamentalmente donde quiere él insistir es en la sinceridad aplicada a la relación con uno mismo. Por eso, llega a señalar Kant que en nada se engaña tanto uno como en lo que se refiere a su propia estatura o valía moral. Esto constituye para Kant un impedimento tremendo del progreso moral de cada persona, a saber: esa tendencia a exculparse, autojustificarse y tener una imagen elevada de nosotros mismos a nivel moral. Ése es el peor peligro. Y es el peor peligro, no sólo porque conduce a múltiples incumplimientos de nuestros deberes para con nosotros y nuestros semejantes, sino que cierra el camino del progreso moral, por la sencilla razón de que quien se cree que ya está en la bondad, ya no lucha por alcanzarla.

A su vez, esta cuestión del autoengaño y de la sinceridad tiene una deriva muy conocida, que es la tesis kantiana tan fuerte de que en ningún caso, ni siquiera por filantropía, puede un hombre mentir justificadamente. No es casual que un hombre como Kant, que piensa así, componga ese famoso himno a la sinceridad al que nos referíamos en la pregunta anterior.

  1. ¿Hasta qué punto la doctrina kantiana del mal radical oscurece o ilumina el fenómeno del sufrimiento, del mal sufrido?

Hay que reconocer que en el libro escrito por Kant acerca de la religión no hay o no se encuentra algo así como una fenomenología del sufrimiento. No la hay, pero tampoco lo exige la lógica del planteamiento adoptado por Kant. En este sentido, esto constituiría una limitación de la obra.

Pero, en cambio, se llega a explicar precisamente en virtud de la doctrina del mal radical la sobreabundancia del sufrimiento injustificado que unos hombres infligen a otros. Y es que si es verdad que en el corazón del hombre y de todo hombre anida una inextirpable propensión al mal, entonces no es de extrañar que con tanta frecuencia antepongamos nuestros intereses egoístas a los derechos de nuestros semejantes y les hagamos con ello sufrir.

En este punto, Kant vislumbró muy agudamente esta la cuestión. De hecho, él distingue en este contexto entre los vicios de la barbarie (gula, lujuria, salvaje ausencia de ley en nuestras relaciones con nuestros semejantes, todos ellos con efectos perversos para la condición humana) y los vicios de la cultura. Con vicios de la cultura, Kant se refiere a cosas como la envidia o la ingratitud. Hay ahí un eco de las lecturas de Rousseau. A juicio de Kant, el peligro al que nos enfrentamos a causa de estos vicios de la cultura sólo puede limitarse, ponerle coto y reducir con ello el nivel de sufrimiento causado si se atiende a una debida fundación y crecimiento de lo que él denomina una auténtica comunidad moral.

Ésta constituye una idea fascinante que está en el origen de su teoría eclesiológica. Se trata del ideal de una comunidad moral en la que sus miembros no sólo sean buenos, sino que también lo parezcan. Esto es, que den suficientes motivos a sus semejantes para que éstos no recelen de sus verdaderas intenciones.

Por eso, quizá en Kant y en concreto, en La Religión dentro de los límites de la mera razón, no haya una fenomenología del sufrimiento, pero sí hay un análisis de las causas del sufrimiento y de los remedios para limitar nuestra enorme capacidad para hacer sufrir a nuestros semejantes.

  1. ¿Cuáles serían las posibles vías para incluir el fenómeno de la intersubjetividad en la doctrina del mal radical que Kant desarrolla, sobre todo, en todo aquello que tiene que ver con la experiencia del dolor del otro?

La perspectiva que señala la pregunta, la de la intersubjetividad, muy pronto cobra protagonismo en la tercera parte del libro de La Religión dentro de los límites de la mera razón. Resulta algo muy llamativo, porque hasta ese momento, en las dos primeras partes, la lucha entre el principio bueno y el malo, se había abordado desde una perspectiva netamente individual, como si la aventura moral de cada hombre fuera una aventura esencialmente solitaria.

Pero he ahí que al comienzo de la tercera parte, se pasa muy repentinamente del plano individual al plano colectivo. Se descubre que la lucha por el triunfo del bien ha de concebirse como un empeño colectivo en el que participa la humanidad en su conjunto y cuyo escenario es la historia universal. Y la tesis de Kant es que la victoria del bien pasa por la fundación de una comunidad moral que necesariamente habrá de adoptar la forma de una Iglesia.


A su vez, incluso fundada la Iglesia- acompañada por la mejor voluntad de sus integrantes-, el triunfo de ese proyecto no se conseguirá sin una ayuda de lo alto. De nuevo, vuelve a aparecer el tema de la gracia, debido precisamente a que los hombres por sí solos no son capaces de vencer el recelo que mutuamente se inspiran. En este sentido, a mí me parece que la eclesiología racional kantiana y la teoría de la gracia son decisivas para entender la posición final de Kant en el terreno de la filosofía de la historia.

En todo caso, insisto, la victoria del bien, para Kant, es el escenario de un empeño colectivo que abraza a toda la humanidad. De ahí la explicación de ese cambio tan drástico desde la perspectiva de una aventura moral solitaria a una aventura moral compartida que busca el triunfo del bien en la historia.

También cabría la posibilidad de una derrota radical del principio bueno tanto en el individuo como en el conjunto de la historia. Esto es muy importante, porque antes he aludido a la posición final de Kant en filosofía de la historia. Pero ¿cuál es esa posición final? Voy a intentar esbozar una respuesta a esta cuestión. En primer lugar, debe notarse que el siglo XVIII es el siglo de la razón, la Ilustración y del progreso. Ahora bien, el progreso puede entenderse de varias maneras. Por lo menos, hay que distinguir tres:

  1. Progreso técnico: Es una evidencia que en la historia humana el hombre progresa técnicamente. Basta una mirada rápida a nuestro mundo actual: tenemos electricidad, anestesia,...
  2. Progreso jurídico: Se avanza en el reconocimiento de los derechos individuales. A su vez, las relaciones de un Estado con otros Estados se someten a la razón mediante la creación de un orden jurídico internacional que garantice la paz perpetua,...
  3. Progreso moral: No me refiero con ello al conocimiento moral o al mero reconocimiento de los derechos de nuestros semejantes. Aludo con ello al hecho de que los hombres sean cada vez mejores.

Éste último es el sentido decisivo, porque si no mejora la voluntad de los hombres, entonces los dos primeros tipos de progreso pueden convertirse en una maldición. Se pueden emplear los progresos técnicos para destruir a los semejantes y los progresos jurídicos para construir el más espantoso Leviatán que quepa pensar.

A este respecto, Kant deja en suspenso el hecho de que exista un verdadero progreso moral de la humanidad. Eso hace que su visión acerca de la historia de la humanidad en su conjunto quede abierta. En este sentido, está claro que la historia humana puede fracasar. No obstante, el triunfo del bien es posible en virtud, por un lado, de ese germen del bien incorruptible que está ínsito en el ser humano (conciencia del deber y libertad) y, por otro lado, de esa ayuda de lo alto que promueve o suscita fuerzas renovadas para afrontar semejante y tamaña aventura moral.


Aclaro una cuestión. Este germen del bien en nosotros tiene que ver, para Kant, con la conciencia del deber. En primer lugar, el hombre no es capaz de mal diabólico. El hombre no persigue el mal por el mal. Lo persigue quizá por egoísmo, por anteponer sus intereses e inclinaciones. Pero Kant no cree que el hombre sea capaz de mal gratuito. Y, en segundo lugar, él mantiene la tesis de que hasta en el hombre más depravado se conserva ese germen del bien. Dicho hombre sigue oyendo en su interior resonar la exigencia de la ley moral que sin violencia, pero reclamando respeto, nos impone ciertos deberes. En suma, conservamos nuestra libertad siempre para secundar ese llamado de la ley moral. En esa medida siempre es posible conservar la esperanza.

Pero lo que no hay es un triunfo mecánico del principio del bien, ni tampoco podemos esperar que del progreso jurídico-político se deduzca un progreso moral. De hecho, es perfectamente posible ser un buen ciudadano y a la vez una mala persona. Éste es precisamente el problema, a saber: el hecho de que todas las formas de progreso dependen del progreso moral. Dicho progreso moral no está garantizado, pero tampoco se encuentra imposibilitado.

  1. ¿Qué concepción antropológica de base subyace, en todo caso, a la doctrina del mal radical desarrollada por Kant?

En realidad mi respuesta sólo va a prolongar aspectos que ya han aparecido en nuestra conversación. De entrada, uno hablaría en el caso de Kant de un marcado pesimismo antropológico, dado que como hemos señalado para él todos los hombres cuentan con una propensión inextirpable al mal. Pero no solo eso, sino que cuando avanzamos por los planteamientos kantianos acerca de la subjetividad, la situación para el hombre no mejora, debido a que Kant llega a afirmar que el mayor peligro de corrupción moral para un hombre consiste en la presencia de otros hombres. Por el mero hecho de estar juntos, los hombres se corrompen. Es más, ni siquiera hace falta que esos otros hombres sean malos. Incluso los hombres buenos por el hecho de estar juntos se echan en cierto modo a perder. En este sentido, parece muy justificado hablar de pesimismo antropológico en el planteamiento kantiano.

Pero no puedo dejar de sentir esta primera valoración como insuficiente, pues observo también que Kant está persuadido de que además de esta propensión al mal, en el hombre está dada una disposición original al bien que favorece la observancia de la ley moral. Vuelvo a recordar la idea de que hasta en el hombre más depravado se conserva un germen del bien, la libertad de su albedrío que le permite optar entre el bien y el mal,...

De hecho, al exponer Kant de una forma prolija las condiciones del principio bueno tanto en el plano individual como en el marco de la historia universal, Kant nos ha legado un mensaje de esperanza. A este respecto, hemos de atemperar mucho la tendencia a subrayar excesivamente el pesimismo antropológico kantiano. En opinión de Kant, estamos, pese a todo, hechos para el bien.

Leonardo Rodríguez Duplá
Filósofo
Catedrático de Filosofía moral en la Universidad Complutense de Madrid. Sus investigaciones se centran en la filosofía de la religión de Kant y en la ética y la antropología de Max Scheler.
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