8/11/2021
En el desierto de Jerusalén a Atenas
Armando Pego Puigbó
¿Cuál es la distancia que separa Jerusalén de Atenas?,¿qué comparten el discípulo de Grecia, el filósofo, y el discípulo del Cielo, el cristiano?

Entre Jerusalén y Atenas la distancia simbólica es también física. Imposibles de superponer, su geografía moral y religiosa jamás llega a encajar plenamente. Quienquiera cartografiar la distancia entre ambas debe emprender un viaje por las dos rutas que nuestro imaginario asocia a las aventuras más extremas, abismales en su contrapuesta e idéntica desnudez: el mar y el desierto. 

La experiencia fundacional de los griegos fue la destrucción de Troya. La del pueblo judío, la salida de la esclavitud en Egipto. Odiseo es un náufrago que padece la incurable nostalgia del hogar. Abrahán es un nómada que hace de la peregrinación la base de la alianza de su pueblo. Si Ítaca es el paraíso perdido adonde Odiseo debe regresar, Abrahán debe alejarse del Edén, cuyo recuerdo solía situarse entre el Tigris y el Éufrates, en obediencia al Dios desconocido, a Él, en busca de la tierra de la Promesa. 

No debería extrañar que entre una y otra ciudad los intercambios históricos más intensos y que han dejado una huella más profunda en la cultura occidental tuvieran lugar en la ciudad de Alejandría: salida marina y llegada desértica. Alejandría es el vértice que traza el ángulo recto entre el lógos griego y la profecía judeocristiana. Geométrico también, de Filón a Orígenes el camino de su hipotenusa ha seguido una sola dirección: de Jerusalén a Atenas. 

Atenas ha acogido y ha absorbido la reflexión y la visión judeocristiana de la historia durante veinte siglos, hasta metamorfosear sus posibilidades sobre el mapa de una nueva ciudad. Quizás no se trata ahora de dar la espalda únicamente a Jerusalén, incluso de volver a destruirla y remover hasta la última de las piedras del Calvario, sino de apartar a la otra ciudad, Roma, que con otra figura geométrica -la parábola-, ha trazado en los últimos diez siglos, a partir de las otras dos y a través de monasterios y universidades, el mapa de nuestros deseos y de nuestras leyes. 

Desde el siglo XVIII, a expensas de la Ilustración y bajo el impulso de la transformación filológica de la filosofía alemana, Atenas se ha vuelto cada vez más sobre sí misma hasta que en la actualidad se ha decretado la tajante separación de Jerusalén. El último intento fallido de reconciliación podría señalarse en el Discurso de Ratisbona de Benedicto XVI. La polémica con el islam habría sido el pretexto para expresar un contenido latente que, todavía reprimido, contiene la aversión interna al orden que ha representado la civilización cristiana: el logos como razón y como palabra, medida ética y ontológica de nuestra condición humana. 

Es preciso reconocer que la relación de las dos culturas en cuyo crisol se fundió Europa ha basado siempre su dinamismo en una irreductible, que no contradictoria, condición moral. La tensión entre ambas se ha alimentado de los residuos inasimilables que las oponen, sin enfrentarlas, en su fondo. El fundamento social de Grecia es políteico. El de Israel, religioso. Los dioses y Yahvéh. Para Sócrates es preferible sufrir injusticias a cometerlas. En la literatura sapiencial y poética de Israel, con diferentes respuestas en los Salmos o en Job, la pregunta gira sobre la razón del sufrimiento del justo y la alegría del impío. 

Sócrates disuelve la ciudad respetando escrupulosamente, con tragicómica desenvoltura, sus leyes. Cree en el poder de la palabra para alcanzar mediante el diálogo el conocimiento. El salmista constata que los hombres no actúan equivocados, sino que cometen la maldad que aborrece el Señor, del que han decidido prescindir. Para Sócrates, epistemólogo, la muerte no es un mal. El mundo es eterno y la verdad no es sino el Bien engendrado en la belleza. Qohélet, escatólogo, siente la pesadumbre de las tinieblas. El mundo ha sido creado y la nada no se ha dado por vencida. Sócrates cumple la sentencia del tribunal rodeado de sus amigos, tras haber despedido a su familia. Desde un hogar que lo rechaza, Job entabla un careo con Dios, el Juez y el Creador. Sócrates engendra en la belleza. Salomón la desposa escondida. Donde un griego observa ignorancia, al judío le escandaliza la idolatría. La Roma cristiana no ha dejado de esforzarse porque ambos pudieran acabar abrazados, en melancólica y alegre camaradería. 

Entre los estudios literarios del siglo XX la contraposición entre Atenas y Jerusalén alcanzó, pues, uno de esos momentos decisivos que convierten el documento histórico en monumento crítico en el primer capítulo de Mímesis (1946) de Erich Auerbach. Los presupuestos estéticos y morales de la tensión de ambos estilos, simbolizados por el retorno al hogar de Ítaca y la peregrinación al monte Moria, no solo tienen que ver con la visión legendaria o histórica que impregna ya sea la obra de Homero, ya sean los relatos históricos y proféticos del Antiguo Testamento. Entre ambos, la diferencia irreductible es teológica. Según Auerbach, para entender el distinto origen de los enfrentamientos que asuelan una y otra forma de ver la realidad, es indispensable atender al hecho de la diferencia participación divina en la vida de los protagonistas. En el caso veterotestamentario, “la intervención sublime de Dios actúa tan profundamente en la vida diaria, que las dos zonas de lo sublime y de lo cotidiano son fundamentalmente inseparables y no sólo de hecho”. Los capítulos oscuros y deslumbrantes que George Steiner ha dedicado en Pasión intacta (1992) a las dos noches primaverales que fundaron nuestra cultura -la del Simposio y la de la Última Cena- continuaron algunas de las consideraciones fundamentales de este debate. 

En el siglo XX han sido los pensadores judíos quienes han reflexionado más aceradamente sobre estas aporías que ha esculpido, hasta extremos de tensión inhumana, el rostro de Europa y que, abandonada a su suerte, lo está viendo desfigurarse a enorme velocidad. Desde la filosofía política es inevitable recurrir al ambiguo pacto que Leo Strauss se vio obligado a sellar con la muerte de Sócrates. Es el suyo el inexorable pago derivado de la investigación de la República platónica. A fin de repensar el exilio que toda inteligencia, judía o platónica, ha debido emprender a lo largo de 2500 años, está recobrando secreta fuerza la mirada aquilina de Lev Shestov que, en Atenas y Jerusalén, insistió en que la ciudad de David desafía toda la necesidad de la ciencia con la afirmación milagrosa de la libertad humana. Dado que ya no parece posible mantener la conjunción coordina “y”, la filosofía religiosa de Shestov acepta el desafío de la disyunción. Entre Kierkegaard y Nietzsche, sus palabras recogen, paradójicamente, la ambigua situación de nuestra época, dispuesta a asaltar el Edén para crearlo post nihilo: “Dicho de otro modo, [la filosofía religiosa] es la gran y última batalla por la libertad originaria y el divino valde bonum divino que está oculto en esa libertad y que, después de la caída se separó en nuestro impotente bien impotente y en nuestro destructivo mal”. 

De la querella entre Atenas y Jerusalén, el cristiano suele asentir a las razones de san Justino, confirmadas de nuevo por el Concilio Vaticano II. Quizás sea también hora de que su corazón vuelva a encenderse con los argumentos y los estilemas de Tertuliano. Al primero, samaritano de nacimiento, le entusiasmó la idea de que Sócrates o Heráclito “pudieron entrever la realidad gracias a las semillas del Verbo en ellos ingénitas”. ¿Quién pude dudar de que es consolador conservar interiorizado la idea de que “Sócrates hizo lo mismo que Cristo realizó por su propia virtud”? La política educativa de cualquier país occidental desmiente a cada reforma que emprende esta esperanza de mantener erguida una formación humanista, por más derrotada que parezca estar, en la línea débil que todavía nos mantiene unidos a los clásicos studia humanitatis

Por ello, vuelve a resonar, hoy con más fuerza, la inquietante pregunta del cartaginense Tertuliano: “¿qué hay de común entre el filósofo y el cristiano, entre el discípulo de Grecia y el discípulo del Cielo?”. ¿No será acaso que la tentación de “un cristianismo aguado con estoicismo, platonismo y dialéctica” reaparece una y otra vez bajo los ropajes gnósticos que confunden “inculturación” con “encarnación” o “sincretismo” con “redención”? Estas oposiciones no son simples residuos de un dualismo filosófico. Son también la reminiscencia crítica de cualquier legítima pretensión dialéctica que busca una verdad que, al exceder nuestra capacidad de encontrarla, no deja de justificar su tarea. Su derrota es una victoria que apenas puede confirmarse. Tal vez nuestra época quiera zanjar finalmente esta polémica, entre revelación y filosofía, que ha mantenido viva y creativa la historia de Occidente durante dos mil años. La respuesta, quizás, siga clavada -¿enterrada?- en el corazón de Roma.


Armando Pego Puigbó
Filólogo
Licenciado en Filología Hispánica (1993) y Doctor en Filología (1997) por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido becario postdoctoral en The Warburg Institute y en el Instituto de la Lengua Española (CSIC). Es catedrático de filosofía (URL).
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