12/10/2023
Educación, libertad y mundo
Diego I. Rosales
Una reflexión sobre la educación entendida esta como el acompañamiento a secundar en el educando la llamada del Bien y de la Belleza.

We are all born broken

-Thom Yorke

La educación es una actividad necesaria si es que queremos que el mundo siga existiendo y que la raza humana tenga continuidad sobre la Tierra. De ella depende nuestra subsistencia como especie. Como lo señalaba Hannah Arendt, el mundo humano es un mundo mortal, y depende de hombres que se hacen viejos y que mueren. Si este mundo ha de servir como casa para las nuevas generaciones, éstas deberán recrearlo y volverlo a poner en su punto justo. La educación supone un acto de entrega del pasado a los niños y un acto de libertad por parte de éstos para que se atrevan a recrearlo.

El mundo, entendido como el ámbito creado por el ser humano que le ha permitido habitar la naturaleza, debe ser recreado. Pero su recreación, sin embargo, no aparece a simple vista como el único destino de la educación, o al menos no como un destino plenamente legítimo. ¿Para qué educar personas si éstas existen para la supervivencia del mundo? Al mundo no se le educa. Si la supervivencia del mundo requiere de seres humanos que existan para él, ¿no sería mejor permitir que éste perezca? ¿No estaríamos haciendo un ídolo del mundo y convirtiendo a las personas en funciones o en meros miembros de este cuerpo anónimo, a la manera del grabado de Hobbes?

El mundo necesita de personas nuevas y las personas nuevas necesitan de un mundo vivo. La necesidad de educar no surge pues, únicamente, por el carácter perecedero del mundo humano, sino por el carácter de novedad de los niños. Hablo de niños porque es en la infancia en donde nos es más evidente a los adultos el carácter de novedad y de originalidad que cada persona es, aunque es cierto que las personas siempre estamos en tránsito hacia nuestra educación, hacia el aprendizaje del Bien.

Las personas somos seres abiertos. O tal vez, cabría decir, confundidos. No sabemos qué queremos, y estamos constantemente haciendo intentos por descubrirlo. Esa tensión, casi teleológicamente dirigida, hacia un Bien que colme nuestras inquietudes más profundas, está presente a todo lo largo y ancho de los largos años que pisamos la Tierra. No hay niño ni adolescente ni anciano que no desee algo más que aquello que tiene o que aquello que sabe. El carácter más radical del hombre es el de la inquietud por un Bien que no comparece del todo plenamente en el mundo, pero que de algún modo se anuncia en nuestros deseos y en ciertos acontecimientos y fenómenos que nos permiten entender y situar mejor nuestros desordenados impulsos o intentos por hacer de esta vida una buena cosa.

No sabemos bien a bien qué queremos ni en dónde podríamos encontrarlo. Nuestra identidad no tiene una forma dada o definida. Nacemos con una forma identitaria a medio hacer, que necesita vivir y actuar para reconocerse, para entenderse, para comunicarse, para adquirir una cierta estabilidad vital. Nacemos rotos. Venimos al mundo atravesados de fisura. Pero deseamos el Bien. Deseamos la Belleza. Los reconocemos, incluso, a veces, en algunas personas que amamos y que nos aman, en algunos acontecimientos que alumbran el sentido de lo que parece oscuro, en algunas partes de la naturaleza o en algunas formas del arte.

Esas pequeñas formas del Bien y de la Belleza que en ciertos momentos acontecen en la existencia personal fungen como momentos de iluminación sobre nuestro destino: permanecemos a ellos atados y buscamos asirnos, cosernos a ellos, pues esas experiencias nos hablan de la forma formosa que podría tomar nuestra precaria identidad.

La educación es el acompañamiento de algunas personas a otras en el descubrimiento de esa forma hermosa que se sienten llamados a realizar con su vida y sus acciones. Entiendo el acto educativo como la presencia que acompaña al nuevo en el descubrimiento de ese llamado, tan singular, de la Belleza y del Bien.

Sólo el Bien y la Belleza enseñan. Un maestro será, así, sólo aquél que sepa ser su símbolo y anunciarlos con su presencia, mezclando con tino el silencio y la palabra. Un maestro ayuda a moderar los ritmos del educando. Ser educador es ser un peregrino de la armonía, de modo que el educando aprenda a reconocer y nombrar su vida, a poner palabra a sus anhelos y a guardar silencio ante el Misterio. Un maestro es ocasión de que el discípulo se encuentre con la forma particular bajo la cual el Bien acontece en su vida, y se vuelva capaz de nombrarlo o de aceptarlo o de vivirlo.

El acto educativo tiene así un sujeto: la persona, y un objeto: el mundo. En esas dos instancias se pone en juego el gran problema o la gran situación problemática del ser humano: el juego que debe haber entre cultura y naturaleza o, más profundamente, entre naturaleza y libertad. Hay educación porque hay hombres nuevos que, abandonados a los caprichos de la naturaleza, perecen. Nuestra naturaleza es vulnerable. Pero más vulnerable aún es nuestra libertad. Dentro del inmenso reino de la naturaleza, tal vez sea el hombre el ser que puede ser herido con más fuerza y con más violencia: si bien es capaz de crear las formas más sublimes de belleza, también es capaz de sufrir las formas más horrendas de la fealdad. El ser humano vive un mundo que debe transformar, habitar y convertir en su morada: su libertad debe enfrentarse con un mundo que podría ser inhóspito, o que podría ser, peor, un mundo administrado de seres anónimos sin un rostro a quien dirigirles la palabra. Se educa, así, en primer lugar, para la formación y el crecimiento de la persona, para que pueda pronunciar más adecuadamente su nombre o para que aprenda a titubear mejor… pero en segundo lugar, se educa al ser humano para el trabajo y que pueda así transformar el mundo, enmendarlo, repararlo, en palabra de Fackenheim. Por eso la educación es también una tarea social. No se trata sólo de transformar al hombre, y de transformar a la naturaleza, sino de transformar continuamente también a la sociedad. Pues ella misma también se constituye como sujeto y destino de la educación.

Pocos desatinos hay tan grandes como el de asociar esencialmente al acto educativo con la institución escolar. Está claro que puede haber una relación entre ambas realidades, y que en ciertas ocasiones, algunas –aunque sean pocas–, este movimiento gigantesco de la libertad que hemos designado con la palabra «educación», ocurre en la escuela. Hay, de pronto, algún profesor que es también maestro. Algún amigo, algún colega, algún acontecimiento, que permiten que el niño reciba y viva la presencia incómoda o sublime del Bien y de la Belleza. Pero en general, lo que las escuelas hacen tiene más que ver con la instrucción y la funcionalización del ser humano que con su educación en sentido estricto.

La institución más idónea para abrir espacio al acontecimiento educativo es la familia: un organismo de relaciones sostenidas por el amor en algunas de sus variantes más radicales: la relación paterno o materno-filial y la fraternidad entre los hermanos. ¿Qué lugar más privilegiado para aprender nuestra vulnerabilidad? ¿Qué espacio más idóneo para vivir la palabra y el silencio que me permiten nombrar mi mundo y mi inquietud? Es cierto que la familia puede ser también vivida como un espacio de conflicto, de llanto, de ausencia y de soledad. Las familias, como cada individuo, están rotas. Ésa es la realidad de las formas más sublimes de lo humano: pueden responder a su vocación y acompañar a las personas su encuentro con el Bien, o bien pueden ser la razón más grande de la desesperación y el aislamiento. Con todo, la educación es una actividad que acontece en el reino de la libertad personal, que se las ve frente a un mundo que debe domesticar, transformar en casa, en morada, en habitación.